El símbolo del amor

Desde siempre, el corazón figuró como solitario logotipo y esperanto del amor. Difícil imaginar a Cupido flechado -o flechando- en otra parte.

En los casos del llamado amor a primera vista, el corazón hace las veces de certero sismógrafo. Lo mismo sucede con los llamados amores platónicos en los que amor se queda en miradas lánguidas que más parecen la cuota inicial de un bolero. El amor platónico es ingenuo, bobalicón, no llega siquiera al prosaico beso que es amor con saliva, o “cruce de babas”, según Ciorán.

El parecido del corazón con una manzana le dio estatus bíblico a su simbología erótica. Deseosa de ser como los dioses, Eva comió una fruta, una manzana, según algunos (Gen. 3-13). De allí al nexo corazón-manzana no hubo sino un paso.

Ya que hemos llegado tan fácil al paraíso terrenal, sería lícito pensar que es la costilla y no el corazón, la verdadera “presa” o símbolo del amor. La explicación es sencilla: Cuando a Dios se le prendió el bombillo por primera vez creó a Eva. ¿De dónde la sacó? Escrito está (Gen. 2-22) que la dedujo de una costilla del colega Adán.

Alguna vez prosperó este eslogan: “No es el corazón el que regula el amor sino el hígado”. Sobreviven el eslogan, el corazón y el hígado, pero del brebaje aquel no quedó uno ni para remedio. El hígado es exquisito pero frito y con una débil capa de cebolla y cilantro. Pero no tanto.

Podría pensarse entonces que la presa que regula el amor es la frente. Al fin y al cabo, cuando un marido se entera a los postres de que “la mamá de sus hijos” se horizontaliza con el vecino del 713, florece la cornamenta.

No se necesita ser politólogo ni testigo de Jehová para concluir que la frente es de lo menos sexi. Sale. Dejémosla en su papel de sitio ideal para instalar la cornucopia.

Ni pensar en tobillos, codos, o rodillas, insípidos pie de página en el cuerpo humano. En algún momento de la evolución, el eterno femenino se concentró en los tobillos, única pieza del universo femenino disponible para el reprimido ojo masculino. Liberado de la cadena perpetua de los tobillos, el hombre de internet considera que las mujeres -y hombres- del futuro pueden ser clonados sin estas prosaicas piezas.

Que los hay a los hay que ubican el epicentro del amor en el cerebro, en la unidad sellada, en predios del disco duro. Según los sostenedores de esta teoría, una molécula del cerebro conocida con el alias de PEA, es la responsable de segregar sustancias que al tropezar los ojos con el ser amado alborotan la trigonometría del amor. (¿Por qué hablar de química habiendo otras materias para detestar en el colegio?).

En la costa atlántica colombiana, el nombre de la tal molécula (pea) es sinónimo de borrachera y si bien el amor embriaga, no le gastemos más líneas al cerebro.

¿Qué tal sentar la tesis de que el centro del amor está en la lengua? Se admite que por física inercia, la “sin hueso” hace aportes sustanciales en el intercambio de microbios por la vía rápida del ósculo que no debería llamarse así por las cuatro letras finales.

¿Será el ombligo? La opción umbilical es interesante sobre todo porque ese erótico lapsus anatómico queda cerca del todo femenino.

Hecha la revisión, y por sustracción de materia, la conclusión: los caminos del amor conducen siempre al corazón.

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