Oasis rural da vida a Compton

Persiste ambiente campirano en una ciudad calificada de violenta

Amanece en la violenta ciudad de Compton y un sonido ajeno a los camiones recolectores de basura, las barredoras de calles y el motor de los autos se escucha en uno de sus vecindarios. Es el alegre y potente canto de los gallos, que pronto se mezcla con el balar de las cabras y el relinchar de los caballos.

No es un engaño de la imaginación, sino el oasis rural donde ha vivido la familia Carlos, originaria de Zacatecas, desde hace más de tres décadas. En ese lugar, localizado a unas cuadras de la congestionada autopista 91, los Carlos han encontrado la armonía del campo, ese rincón que dejaron al cruzar la frontera hace muchos años.

“Es la tradición que traemos desde México”, dice Urbano Carlos, uno de los primeros hispanos que compraron ranchos en el barrio Richland Farms de Compton, una de las pocas zonas residenciales del condado de Los Ángeles donde aún se permite criar animales de granja.

Todas las madrugadas, como lo hacía en su natal Zacatecas, el señor Urbano alimenta a sus aves, chivos y caballos. Gran parte del día la dedica a recoger los huevos que ponen las gallinas, a limpiar los establos y las jaulas, a cepillar los caballos y a darle leche a tres chivos pequeños. Nunca le falta quehacer.

“Uno está criado entre animales. A nosotros nos han gustado los caballos todo el tiempo”, comenta Carlos, de casi 70 años y cuya vida, literalmente, depende de esa actividad. Hace cuatro años, luego de permanecer en estado de coma por unos días, los médicos advirtieron a sus familiares que podría morir en pocos meses a consecuencia de un grave problema en los riñones.

De apoyar en un bastón el peso de una salud debilitada, este hombre es ahora el encargado de velar por los animales de una granja que sigue creciendo. Es un milagro que su hijo Tomás atribuye a los caballos de carrera que adquirió recientemente y que han ganado varios premios. Actualmente tienen cinco caballos “Cuarto de Milla”, cuyos costos varían de 20,000 a 50,000 dólares.

“Llegó el punto en que tiró las muletas y empezó a moverse; le regresó la vida”, contó el hijo de don Urbano.

Desde los siete años Tomás se ha despertado con el cantar de los gallos, un privilegio en Compton, considerada la octava ciudad más violenta de Estados Unidos por los más de 150 homicidios ocurridos desde 2007. “Esta es un área de la ciudad donde te sientes libre”, dice quien a pesar de haber concluido una carrera universitaria en este país sigue conservando las tradiciones mexicanas.

“Yo quiero usar los animales para inculcarle a mis hijos la cultura de México. Si nosotros olvidamos de dónde venimos es muy probable que nos perdamos en el futuro”, afirma.

Con apenas diez cuadras de extensión, Richland Farms ha mantenido su estilo quizás desde antes del nacimiento de Compton, fundada en 1888; pero en los últimos años se ha topado con las leyes más estrictas de toda su historia, como prohibir la crianza de vacas, imponer un límite en la cantidad de gallos y restringir el estacionamiento en la zona.

La concejal Yvonne Arceneaux, residente de esa comunidad por más de tres décadas, afirma que dichas normas intentan brindar mayor seguridad a los vecinos y erradicar viejos problemas, como peleas ilegales de gallos y perros, juegos de apuestas y la venta de “pajaretes”, como se conoce a la mezcla de leche pura de vaca con alcohol.

Desde la década de 1990, el barrio empezó a cambiar de rostro, como ocurría en el resto de la ciudad. Se calcula que el 80% de los propietarios de los ranchos es de origen hispano; los afroamericanos son ahora el segundo grupo más grande ahí. “La mayor parte de los latinos busca esta área por los animales”, señala el señor Urbano.

Por las tardes, especialmente los fines de semana, es común ver jinetes de todas las edades y en distintas razas de caballos por las calles de Richland Farms, algo que contrasta con el grafiti, el exceso de concreto y el típico congestionamiento vehicular. Unos cabalgan la zona y cruzan por la terracería del Río San Gabriel hacia Long Beach, en el sur, o hacia Lynwood, en el norte.

El señor Urbano, quien ha dejado de montar por cuestiones de salud, aún recuerda cuando el orgullo no le cabía en el traje de charro cada vez que subía al lomo de sus amados caballos.

“Hay gente aquí que nomás porque tiene dinero compra caballos, pero es un prestigio, es un deporte”, subraya.

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