Retornan los militares

La nueva política de seguridad regional esbozada por los Estados Unidos para el llamado trifinio centroamericano o Triángulo del Norte, compuesto por Guatemala, Honduras y El Salvador, se centra en un punto claramente definido y focalizado, como es el combate al narcotráfico y a sus tentáculos más visibles, las pandillas y el crimen organizado.

Este diseño implica en buena medida el retorno de los clanes militares al poder en estos tres países, con facultades especiales hechas a la medida de las necesidades norteamericanas para mantener su seguridad bajo control en lo que consideran su patio trasero.

Detrás de estos planes hay cambios no solo cosméticos. En Guatemala, el nuevo presidente es el General retirado Otto Pérez Molina, de 61 años y miembro del derechista Partido Popular; en Honduras el Congreso autorizó al Ejército a combatir el narcotráfico y las pandillas y en El Salvador el general retirado David Munguía Payés ha sido nombrado nuevo ministro de Seguridad.

Estos tres pequeños países itsmeños, donde se da la más alta tasa de asesinatos per cápita a nivel mundial, se han convertido en virtuales narcoestados, penetrados fundamentalmente por los grandes cárteles de la droga de México y Colombia, como el Cártel de Sinaloa y el Cártel de Cali, cuyas filiales centroamericanas libran una sorda y sangrienta guerra subterránea por disputas territoriales. Dentro de este marco se dan hechos sorprendentes como el asesinato en febrero de 2007 de tres diputados salvadoreños ultraderechistas del Parlamento Centroamericano (PARLACEN); el golpe de Estado en Honduras contra Manuel Zelaya en junio de 2009 por los militares y el miembro del Cartel de Cali en Tela, Honduras, Roberto Micheletti, según datos de la misma Administración de Control de Drogas (DEA), o la penetración de los mandos militares, de la Policía Nacional Civil (PNC) y de varios ministros por el crimen organizado en Guatemala.

Este vuelco estratégico que ha dado la DEA y la política de seguridad norteamericana, viene generado por otros hechos más sórdidos como el dominio casi completo de México por los cárteles de narcotraficantes que bajo testaferros políticos mantienen el control territorial de un país que junto al corredor centroamericano es paso indispensable de la ruta de la droga que viene del sur hacia territorio estadounidense.

A través de sus ejércitos privados, los carteles mexicanos tienen sentadas verdaderas plazas de armas en Centroamérica, al grado que Los Zetas, uno de los brazos armados del narcotráfico mexicano, tiene campos de entrenamiento militar en Guatemala, donde adiestran pandilleros del Triángulo del Norte.

No podría faltar el componente económico en este escenario, pues el narcotráfico se ha convertido en la principal fuente de divisas en todo el corredor latinoamericano que va desde México, se desliza por Centroamérica y abarca Panamá, Colombia, Perú, Bolivia y Venezuela. Son miles de bimillones de dólares los que se lavan en este entramado de productores de coca, heroína y mariguana, alrededor de los cuales florecen paraísos fiscales y fortunas dignas de las mil y una noche por toda el área.

En El Salvador el nombramiento de un militar al frente del Ministerio de Seguridad ha generado desencuentros entre el Presidente Mauricio Funes y el partido oficial de gobierno, el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN). Una disputa que tiene como actores a políticos de opereta convertidos en pavos reales del cotarro político local, que han puesto el grito en el cielo por decisiones tomadas hace meses por los estrategas de la seguridad regional estadounidense.

Una lex regia en Centroamérica consiste en que las sucesivas administraciones norteamericanas tienen poder de decisión omnímodo en cuanto a los asuntos que competen a la seguridad nacional de los Estados Unidos.

Curiosamente, los Estados Unidos se han decantado por fortalecer el Ejército en un país donde la memoria histórica guarda amargos recuerdos de los militares, asociado a masacres y violaciones de los derechos humanos durante el pasado conflicto bélico que azotó el país entre 1980-1992.

Lo ideal hubiese sido, para los Acuerdos de Paz de 1992, la disolución del Ejército y el fortalecimiento de la PNC a través de la modernización de su equipo, aumento y profesionalización de su personal y una partida fiscal adecuada. Dicha asignación financiera hubiese sido amortizada por el presupuesto del Ejército de El Salvador que, distribuido entre la PNC, el Ministerio de Educación y el Ministerio de Salud, hubiese sido el más alto servicio que, con su extinción, el Ejército salvadoreño hubiese brindado a la patria.

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