No hallan consuelo tras la muerte

Padres de alumno muerto en manifestación Ayotzinapa aseguran que alquien tiene que pagar por la vida de su hijo

Padre de Gabriel toca la foto de su hijo.

Padre de Gabriel toca la foto de su hijo. Crédito: Gardenia Mendoza / La Opinión

Segunda parte de una serie de tres

TIXTLA, México.- De padres campesinos y hermanos migrantes, Gabriel Echeverría de Jesús quería ser médico militar antes de ingresar a la escuela normal rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa, donde fue asesinado por seguir el ideal de los estudiantes: ampliar la matrícula de nuevo ingreso.

“Les tiraron el motincito”, describe María Amadea, la madre.

En su pequeña casa de una planta dividida en tres estancias, esta mujer de 57 años llora a su hijo en un rincón adornado como altar con velas y flores y una foto del muchacho que cayó muerto, junto con otro compañero Jorge Alexis Ayala, durante el desalojo de la policía en la carretera México- Acapulco.

Tenía 19 años y a decir de los padres era un chico bien intencionado que no fumaba ni tomaba alcohol, lo cual era una especie de atributo en una región donde beber cerveza es el deporte por excelencia.

Incluso intentó ingresar al Ejército en 2010, pero no aprobó los exámenes físicos a pesar de labrar con tesón su fortaleza en las siembras de maíz y frijol de temporada desde los 13 años; de ser un bailarín de danza folclórica desde los siete y jugar basquetbol como pasatiempo diario.

“Ahí sólo se entra con recomendaciones”, dice Gabriel Echeverría (padre) con cierto resentimiento al sacar una serie de ecuaciones con los juegos del destino: si el chico hubiera ingresado al Colegio Militar ahora no estaría muerto, sino preparándose para sacarlos de la miseria ancestral que viven en este poblado enclavado en la montaña del centro del estado Guerrero.

En Tixtla se vive, desde el siglo XIX, un ambiente de rebelión y pobreza como cuna del insurgente independentista Vicente Guerrero, donde prevalece la desigualdad social más aguda del país entre sus más de 20,000 habitantes que no han logrado hacer de su campo un aliado competente.

Sin tecnología ni mercadotecnia, los Echeverría han labrado sus tierras desde tiempos remotos sólo durante la época de lluvias. Las últimas generaciones prefirieron emigrar a Estados Unidos: una hija y un varón dejaron al patriarca en su mundo para buscar trabajo en Georgia, desde donde enviaban mensualmente 100 dólares cada uno hasta que se quedaron sin trabajo, el año pasado.

Ahora apenas se mantienen a sí mismos vendiendo pan.

El joven Gabriel era la esperanza económica y su muerte fue una puñalada difícil de sacar. “Guerrero es una casa de jabonero donde el que no cae, resbala”, describe el padre sobre las múltiples rebeliones locales atizadas por una indiferente y autoritaria clase política.

El señor Gabriel se encontraba en la manifestación cuando los policías antimotines llegaron con sus armas largas, en vez de gases lacrimógenos. Vio cuando las autoridades pateaban a los jóvenes y cuando cayó el hijo; la madre tuvo mejor o peor suerte: se enteró a través del noticiario.

“Eso no está bien y alguien tiene que pagar”, expresa el padre apretando el puño de una mano quemada por el duro sol de la región.

Después se levanta de la silla de plástico y señala el altar a su hijo. Aquí era su cuarto: una tabla de madera hacía de pared para separarlo de la sala, pero la quitaron para el velorio y los rezos al niño. Camina hacia el patio en busca de aire y del sillón donde sentado se puede observar un cuarto de baño limpio y una cortina de tela como puerta.

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