Secuela de ‘The Hobbit’ multiplica la aventura

Crítica de cine: 'The Hobbit: The Desolation of Smaug' multiplica la acción, aunque evita cierta profundidad dramática

Martin Freeman (izq.) y John Callen en una escena de 'The Hobbit: The Desolation of Smaug'.

Martin Freeman (izq.) y John Callen en una escena de 'The Hobbit: The Desolation of Smaug'. Crédito: Warner Bros.

¿Hacen falta poco más de 160 minutos para narrar lo que cuenta The Hobbit: The Desolation of Smaug?

La respuesta a esa pregunta es la misma a cuestiones como: ¿hacía falta extender el libro original de J.R.R. Tolkien a tres largometrajes, An Unexpected Journey, éste y There and Back Again, que se estrenará el año que viene? O, ¿es capaz Peter Jackson de reducir la grandeza visual y la pomposidad escénica con el fin de dar al conjunto una conexión emocional?

No. No. Y no.

Claro que eso no importa: primero, porque incluso con una cinta como An Unexpected Journey, donde no había mucho que contar, el director neozelandés recaudó más de $1,000 millones; y segundo, porque, eso hay que reconocerlo, The Desolation of Smaug entretiene. Y mucho.

En esta ocasión Bilbo (Martin Freeman), junto Thorin Oakenshield (Richard Armitage) y el resto de enanos siguen con su marcha hasta Erebor, la Montaña Solitaria, donde reside el temible dragón Smaug (voz de Benedict Cumberbatch, el compañero de reparto de Freeman en la serie Sherlock). En ese lugar se ve que hay un diamante que puede ayudar a alguien a conseguir algo (quién y qué es algo que interesa sólo a los millones de fans de la saga).

Por su parte, Gandalf (Ian McKellen), tras separarse del grupo, se dirige a Dol Guldur, a pesar del peligro que supone la presencia de los terroríficos orcos.

Lo que parece que podría ser hora y media de aventura, se extiende casi hasta el doble simplemente porque Peter Jackson obliga a sus personajes a entrar en mil y una puertas o cuevas, porque alarga hasta la extenuación impresionantes secuencias de acción (como la huida de los enanos por el río perseguidos por los orcos, unos minutos ciertamente memorables y quizás lo mejor del largometraje) y porque cada vez que el filme se topa con la necesidad de explicar algo (por ejemplo, la torpe relación sentimental entre Tauriel —Evangeline Lilly— y el enano Kili —Aidan Turner—), los diálogos carecen de garra y emotividad.

Pero, todo hay que decirlo, al menos la acción avanza con cierto paso firme, y la presencia final amenazante del dragón Smaug, si bien, como he apuntado antes, se alarga hasta la extenuación, concluye un filme que confirma el don de Peter Jackson por el gran espectáculo circense… así como su absoluta carencia de un “corazón palpitante” que dé vida a una narración que aparece saturada de música, movimientos de cámara excesivos y efectos visuales por doquier (algunos mediocres) que tratan de ser conmovedores.

Emocionar es una labor que debería estar en menos de un (buen) cineasta, no de un compositor o centenares de técnicos.

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