Centroamericanos ocupan casas abandonadas en México

Más de mil casas deshabitadas son un secreto que pasa de boca en boca entre centroamericanos migrantes que deciden quedarse en México

Joselyn Coronel y Gabriel Hernández viven en una casa que otros no quisieron y ellos sí.

Joselyn Coronel y Gabriel Hernández viven en una casa que otros no quisieron y ellos sí. Crédito: Gardenia Mendoza

@Gardenia_Mendoza

HUEHUETOCA, México.- La pareja de novios guatemaltecos formada por Joselyn Coronel y Gabriel Hernández saltó del tren de carga que se encaminaba hacia Estados Unidos para huir de unos violadores y cayó frente a casas y más casas abandonadas a su disposición. Listas para ocuparse, como si fuera un sueño.

Seminuevas, de menos de cinco años, con dos pisos de acabados en azulejos y hasta un pequeño espacio para jardín, son perfectas para cualquiera, excepto para los dueños cuyos centro de trabajo está en el Distrito Federal, a cuatro horas por el tráfico.

Por eso jamás las ocuparon. Las adquirieron porque no tenían opciones para ejercer el crédito hipotecario del Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores (Infonavit) que controla el gobierno. Y el gobierno las construyó ahí, sin un aparente estudio de mercado.

Los Hernández sólo tuvieron que bajar del ferrocarril para que les llegara el chisme que corre de boca en boca entre los centroamericanos indocumentados: en los municipios de Tultitlán, Zumpango y Huehuetoca hay un millar de viviendas deshabitadas.

La Confederación Patronal de la República Mexicana (COPARMEX) ha sido más precisa: 1,140 casas cuya construcción costó alrededor de 28 millones de dólares.

“Sólo hay que romper los vidrios para entrar”, describe Gabriel sin vergüenza de haber invadido por la fuerza la Unidad Habitacional “El Dorado”.

Al final de cuentas, concluye, es la casa que otros no quisieron y ellos sí, aunque sin corriente eléctrica, gas ni agua, porque nadie se ocupa de llevar estos servicios.

Joselyn ya tiene liendres, pero “cualquier cosa es mejor que volver”, reflexiona, mientras atiza unos leños en el piso para hacer un poco de fuego y poder cocinar algo antes de que su novio se vaya a trabajar como auxiliar de chofer de autobús, por lo que gana unos 10 dólares al día. La pareja es joven, él tiene 21 y ella 22, y sin hijos aguantan bastante las penurias.

En mayo pasado los echaron de la Unidad Habitacional Santa Teresa. Camilo Luna, un guardia de seguridad que hoy resguarda la zona, cuenta que el desalojo lo hizo la Policía Federal en respuesta a denuncias de vecinos que culparon a los centroamericanos por robos y asaltos.

Los agentes amenazaron primero con denunciar a los indocumentados ante el Instituto Nacional de Migración, pero, al ver que muchos no se iban, los sacaron con gas pimienta y bombas molotov.

En la desbandada, los Hernández y otros cuántos se fueron a El Dorado, donde forzaron chapas, patearon puertas y rompieron vidrios en busca de un nuevo hogar.

Para volver a comenzar sólo necesitaron una cama, un par de cobijas y un letrero que cuelga de la puerta con letras azules: “Proibido el paso a todos, solo personal autorizado por los dueños de la casa = Joselyn y Gabriel” (sic.)

No existe una cifra oficial sobre el número de indocumentados centroamericanos que se quedan a vivir en México. En 2012, la Iglesia Católica calculó que alrededor del 90% de los 450,000 que intentaban llegar a Estados Unidos eran detenidos o se integraban al país.

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