Marcando con el siete adelante

Descubrí que me había vuelto viejo cuando empezaron a cederme el asiento en el bus

ancianos

Crédito: Shutterstock

Llego al año bisiesto convertido en un setentón. Soy un viejo. Nada de adulto mayor, ni miembro de la tercera edad, ni de la “extraedad”, como nos llaman en algunas partes. Todo para dorarnos la píldora.

Descubrí que me había vuelto viejo cuando empezaron a cederme el asiento en el bus. O cuando en sitios públicos me permitieron seguir sin pagar.

Donde nadie me escuche, para no ofender, admito que me ha ido tan bien en la vida que hasta rico me volví. Rico es todo el que tiene salud y tiempo libre. Lo dijo el empresario Gonzalo Restrepo, quien nos da una mano en La Habana en calidad de “pazólogo”.

Suelo proclamar “urbi et orbi” que he tenido la mejor de las riquezas: esa en la que nunca han faltado el pan ni el vino en mi mesa. La plata me la han dado en gente. “Ennietezco” por cuenta de dos canguritos australianos y de dos mujercitas, auténticas beldades de a puño.

“Coja destino, mijo”, me ordenó un día mamá Genoveva que me veía muy cómodo en casa, gastando calzones. Como tengo la suerte del tahúr advenedizo, me encontré en la calle con el periodismo con el que nunca me han faltado los garbanzos.

He procurado ejercer el oficio con ética y estética. La idea es que si tocan a mi puerta en la madrugada sea el lechero, no la policía. (Aquí estoy pirateando a alguien, posiblemente a Churchill)

Amigas y hermanas que me respiran en el almanaque Brístol de mis días, me prohibieron hablar en público de mis años porque temen que les calculen los suyos. Con mucho gusto les desobedezco.

A estas alturas, los mejores sitios que he conocido en mi vida de andariego siguen siendo: la huerta de mi casa en Versalles donde desperté a la vida, el puente colgante de Occidente, copia del de San Francisco, la primera escalera eléctrica que conocí en vida, y el tranvía que llegaba hasta mi barrio en Medellín.

Durante mi recorrido, un cáncer alcanzó a sacarme del libreto. Siguió de largo gracias al honorable cuerpo médico. El fugaz nuevo peor amigo me notificó que no soy imprescindible ni inmortal y que en cualquier momento termina mi viaje a Itaca.

Me entreno para ese instante leyendo obituarios y visitando cementerios. Lo único que no he hecho es medirme la piyama de madera, también llamada ataúd.

La he pasado tan bien como pensionado que pienso, parodiando a Mark Twain, que uno debería nacer jubilado y arrancar hacia atrás.

El tiempo y yo hemos hecho un pacto de no agresión: Los días siguen cayendo como guayabas maduras; yo los voy exprimiendo, aplicándoles el “carpe diem”.

Me he ido acostumbrando al código de barras. Me refiero al departamento de arrugas, pategallinas y similares que me devuelve todas las mañanas el espejo, mi siquiatra de pared.

En suma, no le tengo bronca a la vida. Nos llevamos de maravilla. Una sugerencia: no se pierdan la vejez. Es mejor que comer con los dedos.

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sociedad Tercera edad

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