Cuando cumplir 18 años te lleva a la cárcel

Días antes de cumplir 18 años, Valeria fue detenida por la Patrulla Fronteriza. Era uno de miles de menores de edad no acompañados que viajaron a EEUU desde El Salvador para escapar de la violencia o el abuso familiar.

De 2005 a 2016 fueron asesinados más de 7,000 niños en El Salvador, según datos del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF).

De 2005 a 2016 fueron asesinados más de 7,000 niños en El Salvador, según datos del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF).  Crédito: Cortesía de The Chronicle of Social Change

En 2016, 21 días antes de cumplir 18 años, Valeria fue detenida por la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos, en la frontera de Texas. Era tan solo uno de los casi 60,000 casos de menores de edad no acompañados que desde 2013 viajaron a Estados Unidos desde El Salvador para escapar de la violencia o el abuso familiar.

Esta es la historia de Valeria sobre su experiencia al cumplir 18 años en un centro de detención de inmigrantes supervisado por el Departamento de Salud y Servicios Humanos. Ella prefiere no divulgar públicamente su apellido por temor a que su historia pueda afectar su caso legal, que aún está pendiente en una corte de San Diego, California.


Mi nombre es Valeria. Tuve la desgracia de cumplir 18 años mientras esperaba ser liberada por las autoridades de inmigración en Texas.

Pocos días antes de a mi cumpleaños me dijeron que si para el 21 de abril (de 2016) no tenía todo lo necesario para poder entregarme a mi familia, no podría seguir en el centro de detención de inmigración para menores.

Lo que significaría que sería trasladada a un centro para adultos.

Como menor, te dejan ir a clases y estar con otros adolescentes de tu edad. Cuando dijeron que me trasladarían, les pregunté ¿cómo era ese lugar? ¿Cuál era el proceso para que de ahí me entreguen a mi familia? La respuesta que obtuve fue “es igual”, pero que no iría a clases como hasta ahora.

El centro para menores es similar a una comunidad privada con seguridad en la entrada. No podíamos salir del complejo, pero sí podíamos ir a uno de los edificios al interior que tenía salones de clases. Había clases todos los días de inglés y matemáticas. Yo siempre fui buena con las matemáticas, y el inglés también siempre me ha gustado.

Cada edificio al interior de esta comunidad era como una casa, con una sala pequeña, comedor y cocina. El resto de los edificios eran habitaciones con camarotes. Cada cuarto tenía espacio para cuatro niñas.

Llegó la noche previa a mi cumpleaños. Me dieron 5 minutos para llamar a mi mamá e informarle que sería trasladada con los adultos. Me ordenaron meter mis pertenencias en una maleta que me proporcionaron. Me despedí de mis amigas. Por no saber qué pasaría conmigo, pasé prácticamente todo el día llorando. Contagié con mis nervios a las otras niñas; cuando me despedí ellas también lloraban.

Como no podía permanecer con las menores porque al amanecer yo sería una adulta, pasé la noche alejada de las demás.

Autobús para una persona

A las cinco de la mañana del día de mi cumpleaños los agentes federales de inmigración llegaron por mí y me trasladaron a sus oficinas. Era hora de convertirme en adulto.

Me avisaron que si me llegaban a esposar, que no me pusiera rebelde. Eso me asustó aún más de lo que ya estaba. Al salir los policías me estaban esperando en un autobús con rejas en las ventanas.

La agente policial me dijo “feliz cumpleaños”. Pero el autobús tenía cámaras, rejas y una puerta que separaba a los policías de mí.

¿Qué había hecho para que me trasportaran con tantas medidas de seguridad? Ellos ya tenían mi información y sabían que no soy una criminal.

Mi único delito era cumplir 18 años.

Lloré todo el camino asustada y pensando en cómo mi familia se estaría sintiendo sin saber absolutamente nada de mí.

Cumplir 18 años cambió mi vida por completo, a pesar de que yo era la misma persona, con la misma personalidad y el mismo deseo de reunirme con mi familia.

Pasaron varias horas de viaje hasta que llegamos. El cartel decía “Centro de detención”, pero era idéntico a una cárcel con rejas.

Luego de pasar las puertas blindadas me entregaron a otra agente. Por suerte, en mi país había recibido clases de inglés y lograba entender un poco cuando me hablaban. Ninguno de ellos hablaba español. O pretendían no hablarlo.

Ahí me entregaron un uniforme y ropa interior. Me ordenaron bañarme y ponerme el uniforme. Mi ropa la metieron en una bolsa.

En la nevera

El lugar estaba frío. Parecía una nevera. El agua también estaba fría. Me bañé y me cambié lo más rápido que pude. Me tomaron la información personal. Luego me ordenaron pararme frente a una pared blanca con números. Me tomaron una foto.

La agente me dijo que yo estaba detenida y me dio un librito donde estaban las reglas de ese lugar.

¿Cómo había llegado ahí? Sin parar de llorar, pregunté cómo era el proceso para salir de ese lugar y cuánto tiempo estaría ahí. La respuesta, me dijeron, me la daría un juez de inmigración.

¿Y cuándo vería al juez? Que no sabían. Que ellos me avisarían luego. Que se puede demorar semanas, o meses. Que hay mucha gente en espera. Y que me sentara en esa celda solitaria con rejas para esperar a que me llevaran a los cuartos.

Yo tenía mucho frío. Vengo de un país cálido en el que utilizamos suéter cuando la temperatura baja a los setenta grados. Se apiadaron de mí. La agente me dio una colcha gris con cara de qué molesta esta niña.

Mis nuevas compañeras

Diez 10 horas después llegaron por mí a la habitación solitaria con rejas. Me dieron una bolsa con tres piezas de ropa interior y tres uniformes. Me quitaron mi ropa. Ya estaba lista.

Pasé por las máquinas de seguridad como las que conocía en los aeropuertos.

La “habitación” era un cuarto inmenso con mesas al frente, un televisor y una pequeña pared que separaba las mesas de donde estaban las camas dobles. Ahí había unas 60 personas.

Las otras mujeres me recibieron como “carne fresca”. Bruscas, duras.

La oficial me explicó que tenía derecho a una llamada y me dijo que tenía decirle a mi mamá que me pusieran dinero para poder hacer llamadas, y pedirle dinero para poder comprar comida. La comida del lugar era poca y fea. Por ejemplo, el desayuno oficial era a las cuatro de la mañana y consistía de un huevo duro y un vaso con leche.

Solo tres mujeres me ayudaron. Ellas me cuidaban del constante acoso sexual y del maltrato verbal.

Ese lugar no me dejó nada de buenos recuerdos. Odiaba los baños pues eran como los de los centros comerciales pero sin puerta, las duchas eran un cuadro sin paredes y con 8 regaderas. Siempre me bañé con ropa interior y aun así había algunas mujeres que me acosaban cuando me bañaba.

Una de las mujeres que me tomó cariño, o tal vez era lástima, se bañaba conmigo para evitar el acoso.

Durante ese tiempo me sentía horrible porque las mujeres hablaban de situaciones sexuales que yo no entendía. Yo era virgen. No sabía nada de esos temas.

En mi vida, jamás había conocido a personas que habían cometido delitos hasta en ese centro de detención. Las mujeres con las que estuve habían tenían récord criminal bastante prominente, y cada una tenía un cierto número de felonías de diversa índole.

Una de las mujeres que me ayudó tenía 12 felonías y tenía que estar con el uniforme anaranjado, pero por error del sistema portaba el uniforme azul.

Entre los recuerdos menos gratos también están los recreos. Casi todos los días nos daba 15 minuntos en el patio. Era el único lugar en donde uno podía ver el sol y tomar aire fresco. La verdad solo fui dos veces, ya que al salir sentía que quería huir, sentía desesperación, así que preferí quedarme siempre adentro.

En ese infierno estuve 40 días. Los 40 días más largos de mi vida.

Después de pagar una fianza de $7,500, un juez federal de inmigración me permitió reunirme con mi mamá, mientras se decide mi caso.

Ahora, soy mucho más feliz. Voy a la escuela por la mañana y trabajo por la tarde. Mi meta es ser técnico en farmacia.

Han pasado dos años desde que dejé ese infierno, y todavía me pregunto por qué tuve que pagar un precio tan alto por cruzar la frontera, cuando lo único que estaba buscando es ayuda.


Valeria se reunió con su madre después de abandonar el centro de detención de Texas. Recientemente se casó con un ciudadano estadounidense que conoció a través de un miembro de la familia. Actualmente viven en San Diego mientras espera para resolver su estatus migratorio.

Esta historia se publica en asociación con The Chronicle of Social Change, un medio de comunicación nacional que cubre temas que afectan a menores vulnerables, jóvenes y sus familias.

En esta nota

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