El juego de la reforma fiscal

El precipicio fiscal será realidad sin un acuerdo legislativo posterior a la elección

Parecía una idea realmente inteligente: utilizar una amenaza muy pública e importante para hacer que los políticos contenciosos colaboren y se pongan de acuerdo. Bueno, no ha funcionado hasta el momento, y las apuestas que ya eran considerables se volvieron mayores.

No, no estoy hablando de la crisis de deuda de Europa, cuya resolución decisiva todavía requiere una mayor cooperación y una responsabilidad compartida, tanto dentro de los estados miembro individuales que conforman la eurozona como entre los países acreedores y deudores. Me estoy refiriendo a la compleja situación fiscal en Estados Unidos -un problema incierto que se ha tornado más trascendental luego de la reciente advertencia de la agencia de calificación Moody’s de que Estados Unidos podría perder su máxima calificación crediticia el año próximo si el Congreso no avanza en materia de reformas fiscales a mediano plazo.

Coartados por las heridas autoinfligidas de la debacle del tope de endeudamiento del verano de 2011 -que socavó el crecimiento económico y la creación de empleo, y dañó aún más la confianza de los norteamericanos en su sistema políticos-, el Congreso de Estados Unidos y la administración del presidente Barack Obama reconocieron la necesidad de una estrategia medida y racional en cuanto a una reforma fiscal. Para aumentar la probabilidad de que esto suceda, acordaron un recorte inmediato del gasto y aumentos impositivos que automáticamente entrarían en vigor (el “abismo fiscal”) si un acuerdo sobre un conjunto integral de reformas fiscales los eludía.

En los papeles, al menos, esta amenaza considerable -que implica una franca contracción fiscal que asciende a algo así como el 4% del PBI- debería haber generado los incentivos apropiados en Washington DC. Después de todo, ningún político querría quedar registrado en la historia como el responsable de empujar al país nuevamente a una recesión en un momento en el que el desempleo ya es alto, las desigualdades de ingresos y riqueza aumentan y una cantidad sin precedentes de norteamericanos viven en una pobreza relativa.

Sin embargo, hasta el momento, la amenaza no ha funcionado. Para entender por qué, podemos apelar a la teoría de juegos, que les ofrece a los economistas y otros un marco sólido con el cual explicar la dinámica de interacciones simples y complejas.

El objetivo de amenazar con un abismo fiscal era el de forzar un “resultado cooperativo” en un juego “cada vez menos cooperativo”. Pero, a falta de un responsable creíble de hacer cumplir las reglas (y sin suficientes reaseguros mutuos), los participantes sintieron que podían salir más beneficiados si seguían adelante con su comportamiento reacio a la cooperación.

Tradicionalmente, los políticos a ambos lados de la división política de Estados Unidos han considerado que un acuerdo es algo que sería visto como una señal de debilidad. Es más, muchos de ellos han hecho compromisos previos -por ejemplo, prometer que nunca aumentarían los impuestos- que luego les cuesta romper, especialmente de cara a unas elecciones que, a su entender, tienen un significado definitorio para el futuro del país. Esto se refleja en las campañas de los candidatos, que día a día se vuelven más desagradables.

Los cálculos de costo-beneficio probablemente evolucionen luego de la elección de noviembre. En ese momento, el costo de que a uno lo señalen por haber colaborado con miembros del otro bando -y, en consecuencia, el riesgo de ser desbancado por fuerzas más extremas dentro del propio partido- puede disminuir. Es más, desde principios de septiembre, los potenciales beneficios de una cooperación hoy incluyen evitar una lamentable rebaja de la calificación crediticia el próximo año si no se materializa una reforma fiscal de mediano plazo.

Sospecho que algunos rápidamente desestimarán las consecuencias que puede llegar a tener una reducción de la calificación crediticia de Moody’s. Y verdaderamente resulta tentador hacerlo. Después de todo, la crisis financiera global afectó seriamente la credibilidad de las agencias de calificación en general. Es más, cuesta identificar algún golpe significativo que le haya ocasionado a Estados Unidos la decisión de otra agencia importante, Standard & Poor’s, de reducir la calificación soberana de Estados Unidos en agosto de 2011.

Por el contrario, en lugar de aumentar tras la medida sin precedentes de S&P, las tasas de interés del mercado estadounidense siguieron cayendo, alcanzando niveles bajos nunca antes registrados. Esta caída aparentemente contradictoria de los costos de financiación reflejó una abundancia de capital extranjero deseoso de invertir en Estados Unidos, inclusive dinero que huye de Europa. La falta de algún impacto adverso en las finanzas del gobierno, por ende, puede llevar a algunos a desestimar el impacto de una potencial rebaja de la calificación de Moody’s en 2013.

Sin embargo, aquellos que estamos expuestos diariamente a los funcionamientos internos de los mercados financieros advertiríamos sobre la inconveniencia de tener una actitud demasiado optimista respecto de una segunda rebaja de la calificación por parte de una agencia importante. Es más, el potencial impacto ciertamente no es lineal.

Por la manera en que se redactan los contratos de inversión y se especifican los lineamientos, existe una diferencia significativa entre una rebaja única y múltiples rebajas de la calificación. Si Moody’s siguiera los pasos de S&P y despojara a Estados Unidos de su calificación AAA, el resultado más probable es que el universo de inversores globales que pueden y quieren aumentar sus tenencias de títulos del gobierno de Estados Unidos se achicaría con el tiempo.

Afortunadamente para Estados Unidos, el impacto adverso inmediato en los costos de endeudamiento se aliviaría, si es que no se anularía, por el hecho de que los inversores no cuentan con otras alternativas disponibles para los bonos del gobierno de Estados Unidos, así como por una Reserva Federal que ha estado comprando grandes volúmenes de bonos del Tesoro de Estados Unidos. Pero éste no es un riesgo a largo plazo que vale la pena tomar.

Históricamente, a los países les llevó muchos años y enormes esfuerzos en materia de política fiscal recuperar una calificación triple A. Y, si bien nadie puede asegurar dónde están los límites, existen restricciones tanto teóricas como operativas respecto de cuántos bonos del gobierno se pueden (y se deben) colocar en el balance de un banco central moderno y que funciona bien.

Todo esto sugiere que, ya sea en la sesión parlamentaria posterior a las elecciones con un Congreso saliente o en los primeros meses del nuevo Congreso, los políticos estadounidenses probablemente desmantelen el abismo fiscal. En base a una evaluación de los potenciales criterios comunes entre los partidos políticos, un acuerdo de este tipo limitaría el impacto fiscal contractivo a algo así como el 1.5% del PBI.

Una mininegociación de este tipo sería un gran avance en lo que concierne a reducir el riesgo de una recesión estadounidense grave. Pero estaría muy por debajo del tipo de reformas fiscales que satisfarían a Moody’s. Estas reformas requieren un acuerdo importante entre los partidos políticos de Estados Unidos, lo que a su vez presupone un liderazgo visionario de ambos.

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