Espiar en la era del Google

Imagen de Human Right Watch, en la que Edward Snowden (c) asiste a conferencia de prensa en aeropuerto de Moscú.

Imagen de Human Right Watch, en la que Edward Snowden (c) asiste a conferencia de prensa en aeropuerto de Moscú. Crédito: AP

Sociedad

Todo mundo ama o por lo menos admira, abierta o veladamente, a los espías, los soplones y los conversos, pero nadie quiere estar en su pellejo. Y es que el primer oficio más antiguo del mundo, dicho con justicia seguido de la noble profesión de la hetaira, es el del espía, que ya antes del lúdico convite entre la serpiente y la manzana del Edén, condujo al exilio del Ángel de la Luz, cuya conspiración para dar un golpe de Estado y hacerse con el Reino de los Cielos, fue traicionada por otros arcángeles soplones ante el mismísimo Supremo.

Si esas habas ya se cocían en las mismas puertas del Cielo, con mucha mayor razón es comprensible que se sigan cocinando en el mortal y aburrido mundo de hoy inundado por las redes sociales, el cable, el internet y la telefonía móvil.

Ha muerto el espía tradicional que alcanzó su cúspide de conspiración y operaciones encubiertas durante la Guerra Fría. Toda su parafernalia de microfilms, radiotransmisores, claves, códigos secretos, pelucas, cirugía plástica y otros accesorios del oficio, ha quedado en desuso.

Lo viene a confirmar un incoloro analista de los servicios de información estadounidense, Edward Joseph Snowden, de 29 años, quien con un instrumental básico de cuatro lap-tops y una memoria USB, ha hecho saltar por los aires el dispositivo ultrasecreto con el que su Gobierno controlaba, a través del internet, Google, Facebook, Microsoft, Apple y Skype, a sus enemigos, pero también a sus aliados.

Todo ello a través del programa Prisma, que permite inspeccionar los correos electrónicos, las búsquedas de internet, documentos remitidos como archivos y conversaciones telefónicas en directo de cualquier ciudadano no estadounidense fuera de las fronteras de Estados Unidos . Lo cual le ha permitido a la Agencia Nacional de Seguridad (NSA) y a la Agencia Central de Inteligencia (CIA), elaborar 77,000 expedientes con información personal de ciudadanos conectados al internet. La ley que permite estas acciones fue aprobada por el ex-presidente George Bush Jr. y refrendada por Barack Obama. Para tener una idea de la dimensión del asunto el semanario alemán, Der Spiegel, informa que Estados Unidos almacena mensualmente unos 500 millones de comunicaciones telefónicas o por internet solo de Alemania.

Hace un par de años, otro joven analista de inteligencia del Ejército de Estados Unidos destacado en Irak, el soldado Bradley Manning, de 25 años, filtró a la organización del australiano Julian Assange, Wikeleaks, más de 150,000 cables clasificados como secretos conteniendo documentos secretos sobre la intervención norteamericana en Irak y cables diplomáticos de las embajadas de Estados Unidos en el mundo.

Uno tras otro se suman los escándalos de gran envergadura a nivel del espionaje mundial estadounidense, promovidos por sus propios agentes, quienes no son espías dobles reclutados por fabulosas sumas de dinero por el enemigo, sino que actúan por la disconformidad con la política exterior de los Estados Unidos y sus prácticas de tierra arrasada en Irak y otros países, así como por la vigilancia paranoica de todo lo que dice, escribe y transmite cualquier ciudadano de a pie en todo el planeta.

Esta práctica, escapada de la novela de George Orwell, 1984, donde un Big Brother controla a todos los mortales, es lo que originó la desilusión de estos desertores con su Gobierno y con su Patria.

Las grandes diferencias de estos espías modernos con sus antecesores son básicamente tres: primero, lo hacen no por dinero sino por “destapar” los escándalos que su país está provocando con su accionar bélico en varios rincones del mundo; segundo, no tienen un status preferencial, ni la protección de una superpotencia o un país amigo, pues tanto el soldado Manning y Assange, de Wikeleaks, como Snowden, han salido malparados: uno ha ido a dar con sus huesos a la cárcel y los otros dos son refugiados inciertos caídos en una ratonera, tanto en la Embajada de Ecuador en Ingleterra como en el aeropuerto internacional de Moscú; tres, sus acciones se inscriben en una ciberguerra mundial, cuyas secuelas en el futuro son imprediscibles.

Se trata, eso sí, de casos atípicos que no cuadran en los anales del espionaje y el contraespionaje, y de espías de nuevo cuño, a los cuales la conciencia de pertenecer a la hiperpotencia mundial y sobre todo de ser partícipes de una política guerrerista con la que no están de acuerdo, pero también con un sistema paranoico de control y vigilancia a nivel planetario, parece haberlos conducido a un distanciamiento radical de sus centros de trabajo de inteligencia.

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