Parábola de un retorno

El fotorreportero Rodrigo Moya regresó después de recorrer el mundo con su arte

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Crédito: Morguefile

Papeles

Esos muchachos, Luis Moya, mexicano (1907), pintor, escenógrafo de teatro, cineasta, y Alicia Moreno Vélez, de Fredonia, Antioquia, (1917), de profesión mujer paisa, se casaron hace ochenta años en Medellín, segunda ciudad colombiana, por puro amor-humor al arte.

La jovencita curiosa le preguntó cuánto costaba uno de los cuadros que el pintor exhibía (1933). La pregunta se convirtió en matrimonio porque, finalmente, Alicia se quedó con el pecado y con el género: con el artista y su obra.

Setenta y siete años después —tiene 79— Rodrigo Moya, fotorreportero, documentalista independiente desde 1955 hasta finales de 1967, editor, impresor, medio diseñador, buzo, poeta y escritor laureado, regresó a Medellín, donde nació. Fue uno de los grandes invitados a la fiesta del libro que termina este domingo.

Los gentiles poco sabíamos de su vida y milagros. Es anónimo en Macondo, pero para la cátedra es uno de los fotógrafos más prestigiosos de América. Lo dicen el Nobel García Márquez y su esposa Mercedes, quienes frecuentaban la casa de su mamá, Alicia, quien oficiaba como espléndida anfitriona, embajadora alterna de Colombia en tiempos de la dictadura rojista y doctora Corazón de paisanos desarraigados.

García Márquez decidió que fuera Moya quien le tomara las fotos para la primera edición en inglés de un “librito” llamado Cien años de soledad (1967), y luego para que perpetuara (1977) el derechazo con el que Vargas Llosa lo noqueó y le dejó un ojo “colombino”. Ojo moro, le dicen los meros machos.

“Guarda las fotos y mándame unas copias”, le dijo el Gabo antes de partir. Así lo hizo. Luego encaletó las fotos durante 30 años y solo las publicó cuando se cumplieron los ochenta del Nobel y los cuarenta de la primera edición de Cien años.

El del nocaut de Vargas Llosa fue un episodio de crónica roja en el que se mezclaron política, según don Gabo, y celos por líos de faldas, según su mujer, doña Gaba. “Es que Mario es un celoso estúpido”, le contó Mercedes Barcha a Moya.

Moya volvió a su tierra convertido en el “Borges de la fotografía”, un apodo debido a Guillermo Angulo, su maestro, y quien fue uno de los lazarillos durante su visita a Medellín, junto con la artista británica, Susan Flaherty. Angulo niega paternidades: “La fotografía no se puede enseñar porque es una manera personal de ver el mundo”.

“Ando fallo de vista, así que escribir para mí es como armar una caja de tipos móviles al estilo gutenbergiano”, sostiene Moya. El fotógrafo que retrató al Che Guevara y documentó movimientos guerrilleros en América, agrega: “Tome en cuenta que apenas veo las teclas y, a estas alturas, el monitor es como el sol visto de frente al mediodía”.

Moya, amante del blanco y negro, el color de la vida, ha dicho sobre su oficio fotográfico: “Mi enfoque se dirigió al ser humano, su ámbito, sus carencias y sus luchas. Trabajé siempre conmovido por la belleza, o ante el horror de los abismos sociales”.

En su fugaz visita a su tierra se desatrasó de nostalgias gastronómicas y musicales. Y trajo una cámara de 35 mm de los años ochenta. “Con una buena foto que tome de Medellín me daré por bien servido”, comentó el artista.

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