Ciudades y la migración

La migración no es algo nuevo en Francia. A este país, como a Estados Unidos, han llegado migrantes por siglos

En cualquier ciudad se puede constatar el impacto de la inmigración.

En cualquier ciudad se puede constatar el impacto de la inmigración. Crédito: Archivo / Aurelia Ventura-La Opinión

Inmigración

Durante un mes y medio tuve la oportunidad de observar de primera mano la forma en que la migración transforma las ciudades europeas. Viví, junto con mi familia, en un barrio inmigrante de la ciudad de Aix en Provence, en el sur de Francia. Aix es una ciudad media, lugar de residencia y recreo de clases altas, pero también centro universitario y destino turístico. Su reputación de ciudad burguesa dista notablemente de la fama de su vecina, Marsella, urbe obrero-industrial, portuaria y francamente caótica.

Pero aún en Aix es posible ver el impacto que la migración tiene sobre las ciudades de tamaño medio en Europa. Hay muchos sitios donde se puede constatar dicho impacto: en las escuelas, los lugares de trabajo y los espacios dedicados al esparcimiento. Mis observaciones provienen de otro sitio: el mercado que se instala en el barrio, específicamente en una plaza y un estacionamiento adyacente cuatro veces por semana.

En el mercado es posible apreciar un sinnúmero de dinámicas sociales vinculadas con la migración. Allí coinciden vendedores y compradores que representan varias oleadas migratorias. Hay que aclararlo: la migración no es algo nuevo en Francia. A este país, como a los Estados Unidos, han llegado migrantes por siglos. Algunos como refugiados empujados por guerras civiles y la pobreza que privaba en sus países. Otros reclutados como trabajadores y atraídos por el dinamismo agrícola y manufacturero de la economía francesa. Y no se puede ignorar a los que han inmigrado gracias a los vínculos poscoloniales creados por el imperio francés en Indochina, África y el Caribe.

En el mercado uno puede observar los rostros y rastros de esta historia comprimida en el tiempo y el espacio urbano. Buena parte de los clientes y comerciantes son claramente de procedencia norafricana, de Argelia, Túnez y Marruecos, muchos de ellos ya nacidos y crecidos en Europa. Los delata la facilidad con la que pasan del árabe al francés y viceversa.

Pero en el barrio siguen habitando los hoy ancianos sobrevivientes de previas oleadas migratorias que llegaron a esta y muchas otras regiones de Francia. A ellos es más difícil distinguirlos. Físicamente se parecen a los franceses nativos y décadas de residencia en este país han acabado por asimilarlos en términos culturales y lingüísticos.

Uno puede distinguir la extranjería en el acento con el que se habla el francés y, ocasionalmente, en el saludo que se dedican en español, por ejemplo, las septuagenarias amigas que se encuentran en el tianguis.

Naturalmente, el mercado refleja los gustos y tradiciones culinarias de la clientela. Hay dos o tres carniceros, pero el más popular es el que ofrece la carne halal, sacrificada siguiendo los preceptos de la religión musulmana. Destacan también los puestos de aceitunas, limones curtidos en sal y especias para preparar las comidas de los inmigrantes del Magreb (norte de África). Uno de sus platillos típicos, el cuscús (pasta de sémola granulada), acompañado de un caldo de carne y vegetales, ya es de aquí y de allá.

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