Estereotipos, discriminación y violencia
El estereotipo cosifica, convierte al “otro” en lo que se odia o teme; lo deshumaniza, y su agresor justifica así sus agresiones
Hace unos cinco años, el comediante y actor George López dijo a una audiencia en EE.UU. que hacía ejercicios en su casa, porque era inseguro para un hispano trotar en algunas calles de Los Ángeles, California. “¿Qué creen que piensa la policía cuando ve a un hispano corriendo por la calle?” preguntaba, mientras la audiencia estallaba en carcajadas. No hacía falta que dijera que el hispano quizá sería confundido con un asaltante.
En otra presentación, el comediante y actor Chris Tucker le decía a su audiencia que no sabía qué automóvil comprar, porque le gustaban los autos deportivos, pero sabía que “los afroamericanos y los convertibles rojos eran un mal combo en Los Ángeles”. Más carcajadas. Ese era su preámbulo a un monólogo sobre los policías que detenían automovilistas afroamericanos por sospechar—basados en el factor raza—que conducían un vehículo robado.
Actualmente, en ciudades como Nueva York (con una policía compuesta, para 2010, en un 53 por ciento de minorías), todavía hay denuncias sobre detenciones sustentadas en el perfil racial del detenido, en un estereotipo.
¿De dónde viene esto? En parte, de los contenidos informativos—entretenimiento y noticias—descontextualizados o parcializados, intencionalmente o no. Sin un contrapeso, muchos receptores no disciernen entre contenidos equilibrados y los sesgados. Si están predispuestos a una creencia en particular, según las teorías de comunicación masiva, la mayoría consumirá material que valide sus creencias—hasta las autoridades.
Lo grave es que la construcción de estereotipos “justifica la agresión [verbal o física] contra el otro”, según la politóloga Vivienne Jabri. El estereotipo cosifica, convierte al “otro” en lo que se odia o teme; lo deshumaniza, y su agresor justifica así sus agresiones.
Las noticias de ataques terroristas activan sin intención el estereotipo del árabe=terrorista. Después del ataque en Oklahoma en 1995, las autoridades estadounidenses buscaron sospechosos árabes hasta que apareció el responsable: el anglosajón Timothy McVeigh. Después de los ataques del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington DC, un sujeto en Maryland baleó a un hindú porque lo “confundió” con un árabe.
La industria del entretenimiento también canaliza la agenda noticiosa, aun cuando es parcial y sin contexto. Durante la Guerra Fría, los malos de moda en las películas eran los soviéticos. Cuando acabó eso, con la guerra anti narcótica en Colombia, le tocó a los colombianos; luego a los mexicanos, con el recrudecimiento de la guerra anti narcótica en México en la última década.
Un factor determinante es que las pocas noticias de Latinoamérica en EE.UU. son de política, desastres naturales, o narcotráfico. Quién sabe si esto explique por qué hace unos ocho años, en Florida, un anglosajón disparó a un hispano frente a su apartamento porque lo “confundió” con un asaltante.
En series televisivas estadounidenses, al delincuente usualmente lo representan un hispano, afroamericano, o árabe—una minoría. Así, el mensaje parece ser que son propensos a ser asaltantes, narcotraficantes, terroristas, o pandilleros (mientras, entre los policías actores rara vez hay otros de origen distinto al anglosajón, salvo por los afroamericanos).
Y ahí están series como CSI, NCIS, y Law & Order, o reality shows policiacos como “Bait Car”, empujando la idea. Pero estos programas no explican que si se filman en lugares donde la población es mayoritariamente hispana o afroamericana, proporcionalmente también lo será la mayoría de delincuentes detenidos en esa jurisdicción.
Hay pocos contrapesos en la industria del entretenimiento. Explotar los estereotipos vende, pero también contribuye a deformar la percepción del rostro del crimen. Una falsa percepción nos vende una lectura errónea de la realidad. Y cuando involucra a las autoridades, conduce a la injusticia. Tan es así, que en algunas ciudades en EE.UU. los viejos chistes de George López y Chris Tucker tocarían un nervio, más que arrancar carcajadas, por sonar demasiado reales.