Un bebé también puede traer tristeza

Cuando estaba embarazada de mi primer bebé, todo el mundo me decía que al dar a luz sentiría una gran felicidad. Pero la realidad, en mi caso —y en el caso de 1 de cada 10 madres— fue diferente.

Me sentí feliz cuando vi al bebé por primera vez, pero esa felicidad se esfumó una semana después de haber regresado a la casa.

Me sentía sola, aunque mi mamá llegó de El Salvador para ayudarme. Los sentimientos de desesperación me inundaban cuando la niña lloraba. Me enfurecía que el papá de mi hija estuviera bien y que yo era la única cuyo cuerpo había sido utilizado para crear esa nueva vida.

Por momentos me sentaba en la cama con la niña llorando frente a mí y no podía responder. Al ver mi estado, mi mamá reaccionaba rápidamente y se iba a caminar con la bebé. Cuando ambas regresaban, mi trance o inhabilidad ya había pasado, aún me sentía cansada y adolorida.

Recuerdo que los primeros tres meses fueron los peores. El constante reclamo por la leche materna me agobiaba de vez en cuando, pero por suerte tenía apoyo de mis familiares.

Poco a poco esa desesperación pasó. Nunca hablé con la doctora que me atendió. Ningún médico o enfermera me preguntó cómo me sentía emocionalmente. Me preguntaban si la bebé estaba comiendo y si mis heridas ya habían sanado.

Cuando me sentía mal, le reclamaba a mi mamá por qué no me había dicho lo difícil que era criar a un recién nacido. Ella no entendía a qué me refería porque su experiencia fue diferente. Para ella ser madre es lo más bello del mundo y asegura que ella hubiese querido tener más embarazos y más bebés.

Ahora tengo seis meses de embarazo. Las personas que no me conocen me preguntan si es mi primer bebé. Yo les respondo: “No, es mi segundo. Y ya sé lo que me espera”.

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