Cuando la ciudad de México…

Burbujas

Hoy quiero sacar unas gotitas de tiempos idos sobre la vida en la ciudad de México, con detalles que el tiempo ha dejado sembrado en mis recuerdos, y que me parece interesante compartir porque las nuevas generaciones no tienen ni la mas remota idea de cómo era la vida en los veintes .

A principios del siglo 20, la capital aun era una población lacustre. Gran parte de las actividades de la ciudad tenían relación con el lago de Texcoco, que proveía a la ciudad primordialmente de charales y patos, y con los canales que venían de Xochimilco por los cuales se llevaban frutas y verduras al centro de la ciudad.

En aquel entonces la ciudad difícilmente llegaba al millón de habitantes y aun era lo que Alejandro Von Humboldt describió a mediados del siglo 19 como la “ciudad de los palacios” y la “zona donde el aire es más transparente”, que suena irónico en la actualidad pero en aquel entonces lo era.

Había muy pocos automóviles y uno se movía en la ciudad en los tranvías que cubrían varias rutas y según la distancia era el tipo de tren que se usaba. Para Tlalpan y Xochimilco corrían trenes que arrastraban un segundo carro y atravesaban maizales y sembradíos antes de llegar a su destino. Había también unos destartalados camiones de pasajeros que iban siempre retacados.

Las calles eran los campos de juego de los niños, y solo interrumpíamos nuestras actividades cuando algún automóvil anunciaba su paso con un “claxon” de mano, y tan pronto se iba, reanudábamos nuestros juegos.

Jugábamos con lo que fuera, lo mismo con pelotas, aros, el trompo o las canicas, y eran especialmente valiosos los huesos de chabacano que usábamos como los aztecas el cacao, como dinero para comprar otras canicas o simplemente para acumularlos.

En ese entonces se estaba construyendo el cine Balmori en la Av. Jalisco (actualmente Alvaro Obregon). Un grupo de niños, el mayor quizás de 10 años, habíamos convertido el terreno junto a ese cine, que estaba lleno de basura de la construcción, vigas viejas, escaleras, ladrillos, etc., en nuestro refugio o “fortaleza”, como la llamábamos. Lo separaba de la calle una barda de tablas mal puestas y nos bastaba levantar una, para meternos al terreno que era totalmente nuestro.

Recuerdo que solo con permiso de los demás, y éramos siete, se podía llevar a un niño invitado, que invariablemente tenía que pagar su cuota en canicas, para ser admitido.

Todo eso que conservábamos en estricto secreto era conocido por nuestras respectivas madres, que no decían nada porque preferían que estuviéramos allí, sin estar expuestos a los peligros de la calle.

Lo que nos daban de “domingo” era escaso pero bastaba para jugar con el merenguero unos “volados”, y no se porque razón pero empezábamos ganando, y acabábamos pagándole lo poco que teníamos por unos exquisitos merengues.

En esa época todo se vendía en la calle. Recuerdo que pasaba un carrito con un bote de lo grandes lleno de elotes en agua caliente los que allí mismo les quitaban las hojas, le ponían sal y chile y era la delicia para nosotros. Todo costaba unos centavos. Los más sofisticados comíamos pepinos o jícama con sal y chile.

En esa época empezaron a aparecer los refrescos embotellados, que en lugar de “corcholata”, como actualmente tienen, tenían una canica que tapaba la entrada y se sostenía allí por la presión de los gases del refresco.

Toda esa ciudad era víctima de la persecución religiosa, y sin embargo, antes de mandarme a Alemania, a mi madre se le ocurrió que tenía que hacer la primera comunión. Por dos meses me estuvo obligando a aprender el catecismo del padre Ripalda para poder comulgar. Poco antes de mi primera comunión mi madre me explicó que lo que íbamos a hacer estaba prohibido por la ley y que por lo tanto tendría que hacerse con toda discreción. Ese pequeño manto de misterio me emocionó porque teníamos que engañar a la policía. De hecho yo no sabía cuando iba a ser y se dio un día en que fui sorprendido.

Todos los amigos éramos alumnos del colegio alemán, con su rígida disciplina, pero la que vendía las tortas en el recreo la rompía, aceptando en pago por una torta, una planilla para tranvía (el trasporte valía 3 planillas por 25 centavos, y se usaba una planilla por viaje). Lo que pasaba en muchas ocasiones es que las mamás nos daban planillas para regresarnos en tranvía y nosotros preferíamos la torta y regresábamos caminando a casa.

Una atracción popular era el “sifón”. En donde se cruzaban el río Churubusco y un canal que venía de Xochimilco, a alguien se le ocurrió hacer un muro y un túnel debajo del canal, y sin que funcionara muy bien. El río, que no llevaba mucha agua por cierto, circulaba por el túnel y salía del otro lado.

Mi madre me llevaba domingo a domingo a Chapultepec, donde en “el paseo de los poetas” tocaba la orquesta típica de Lerdo de Tejada. Había sillas de metal para sentarse a la sombra de los grandes ahuehuetes. No quedaba una silla vacía durante el concierto. La gente tenía dos horas para disfrutarlo. Ahora casi no tenemos tiempo ni para vivir.

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