Recordar a los muertos “vale la pena”

El camposanto de la lengua se despuebla “por olvido” de las palabras que lo llenaban. ¿Quién puede recordar “mortaja” o “sudario”?

Los altares son una parte central del evento.

En Los Ángeles, rincón repleto de mexicanos y centroamericanos, se celebra a lo grande el Día de Muertos. Crédito: Aurelia Ventura | Impremedia/La Opinion

Las fiestas de la muerte continúan en religioso picado. Si en el pasado la iglesia se apropiaba de celebraciones paganas ancestrales, ahora son los supermercados los que las han convertido en reclamos de ventas de temporada. En su origen (en el mundo occidental) se utilizaba esta festividad para ritualizar el final del periodo de cosechas. El día de Difuntos, en la versión que se quiera reconocer, llámese “Todos los Santos” o Halloween, ha pasado en nuestro país a identificarse con un ambiente de calabazas. Para el latino, las calabazas representan expectativas frustradas: “dar calabazas” es rechazar una relación de noviazgo. Un examen mal hecho también merece la distinción. Hoy todo anda medio revuelto.

Las esquelas ya no se leen, ni ven; la información necrológica se encuentra arrumbada en el rincón de lo local; la nigromancia, charlatanería; los epitafios y las sepulturas: cosa de otras vidas. La donación corporal del fenecido y la cremación vacían los cementerios. Es otro cambio cultural más que desfila ante nuestros ojos. El camposanto de la lengua se despuebla “por olvido” de las palabras que lo llenaban. ¿Quién puede recordar “mortaja” o “sudario”? ¿“Guadaña”?, ¿“plañideras”?

Este periodo sepulcral se acompañaba antiguamente con la representación teatral del Don Juan Tenorio, arquetipo hispano (y universal) del seductor. Ahora se salda con lucecitas intermitentes y un par de películas de miedo, llamadas también “de terror” por influencia del inglés. Crematoria y Necromonger solo suenan a fúnebre por lo siniestro de los personajes y escenarios de las películas de Vin Diesel.

El compromiso con las fechas nos impulsa a homenajear a una selección de nuestros muertos favoritos. Aparte de los de la familia, que este año se ciñe a un hermano, hay dos que merecen un recordatorio. El primero es Fernando Díez Losada, periodista de la lengua que con su columna Tribuna del idioma era una institución en La Nación de Costa Rica. La columna muere por causas naturales.

Otro desaparecido es el escritor Carlos Bousoño. Bousoño era poeta, y la poesía su feudo. La teoría poética, su especialidad. Entre sus experiencias contaba la de haber enseñado en nuestro país. Sus anécdotas con el inglés nunca se sabía si eran suyas o de un amigo inventado. Decía lo de “I don’t Amsterdam” conjugando la capital holandesa con el verbo “understand” ‘comprender’. En otra de las suyas, contaba que cruzándose con un conocido le preguntó “por su vida”. La respuesta en inglés fue que estaba en “Yale” (la universidad), pero que como pronunciado a la española sonó a “jail” ‘cárcel’, la reacción que se le escapó fue la de “¿pero qué hiciste animal?”.

Tenía Bousoño un tío que dirigía un grupo de música de cámara, el cual, entre sus violinistas, tenía a una auténtica figura: al mismísimo Einstein. La anécdota ocurrió un día en que Einstein, después de entrar repetidas veces a destiempo en el ensayo, fue amonestado por el tío de Bousoño que le espetó: “Señor Einstein, ¿es que no sabe contar?”. Tras un silencio, las risas y carcajadas se apoderaron de todos los presentes en la sala. No era para menos.

Hoy todos están muertos: mi hermano José María, Díez Losada, Bousoño, su tío, Einstein. Todos hicieron algo importante. Yo solo los recuerdo. Vale la pena.

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