Gente de Los Ángeles: Hora de dar las gracias
El coronavirus afecta todos los ámbitos de nuestras vidas. Ya lo sabemos, lo sentimos. Estamos alarmados. El virus nos sume en el temor por nuestro presente y la incertidumbre por el futuro.
En la comunidad latina de Los Ángeles, del sur de California, se le agrega la angustia por la situación económica: decenas de miles han perdido sus empleos. Otros ven que sus pequeños negocios, levantados con sacrificios durante muchos años, se derrumban en el curso de pocas semanas. Y están los miles y miles que desde ya carecían de trabajo, de techo, que vivían día a día.
Y sin embargo, la vida continúa. ¡La vida debe continuar!
La latina es una comunidad acostumbrada al descuido de las autoridades, cuando no al temor de aquellos inmigrantes que están aquí sin permiso. Es un grupo sufrido.
Y el coronavirus se ha ensañado con esta comunidad de color más que con el término medio de la población.
¿Cómo reacciona la gente? ¿Cómo ayudan los latinos de Los Ángeles a sus prójimos? ¿Qué tipo de sacrificio se exige, se espera, se recibe de nuestra gente en esta parte del mundo?
Un señor que estaba por lanzar una línea de ropa de moda se queda sin el negocio, pero comienza a diseñar mascarillas, las hace con apliques, bordadas, artísticas, coloridas, típicas, bellas, y regala más de mil a quienes las necesitan, no por ser artísticas, sino por ser útiles para prevenir el contagio. Eruvey Tapia, escribe Araceli Martínez en La Opinión, es de Nayarit, México. La gente, dice, le paga por propia iniciativa, pero él no pide. Así ayuda.
Vicente García de Guanajuato, cuenta Jacqueline García en la misma publicación, dona sangre en esta ciudad desde hace un año. Cuando ordenaron quedarse en casa, que no salga sin la máscara, decidió a pesar de todo seguir donando, porque la gente lo necesita. Se presentó, casi el único, en el hospital, y siguió dando.
En el centro de Los Ángeles, Guerrilla Tacos, un pequeño restaurante mexicano, vende una canasta de varias libras de tacos. De carne, de pollo. Al costo. Y de regalo, agrega un cartón de huevos y un paquete de rollos de papel higiénico. Para quien lo necesite, dice Westley Avila, el chef de 41 años.
Y así, poco a poco se van agregando aquellos para quienes ayudar al prójimo es una misión natural.
Frente a ello, resaltan los anuncios de las instituciones, cada una de las cuales compite en pequeños beneficios que aligeran el peso de estas semanas sobre la población.
Claro, resaltan también aquellos que, por el contrario, aprovechan la situación para el lucro y la ventaja, especialmente porque son cercanos al gobierno federal y se frotan las manos ante los miles de millones de dólares que este está repartiendo sin control ni supervisión.
También resaltan quienes en vez de solidaridad y ayuda, predican la hostilidad y la discriminación. Americanos contra Inmigración ilegal envía millones de correos electrónicos para oponerse a cualquier ayuda a indocumentados – la cual se basa en que pagan impuestos – pregonando en cambio su deportación inmediata.
Y también, en las sombras más oscuras y malvadas de los medios sociales, quienes inventan teorías conspirativas, o directamente acusan a los inmigrantes, o a los latinos, o a los judíos, de promover la enfermedad, hasta de inventarla para lucrar con la vacuna.
Ante ellos, contrasta lo más puro e impresionante en esta terrible odisea: los trabajadores en labores esenciales. Ahí no hay figuras políticas, ni estrellas del espectáculo. Ni siquiera multimillonarios que alardean de su filantropía porque donan una fracción ínfima de su fortuna y encima lo deducen como gasto para sus impuestos. No. Son los conserjes y porteros que limpian, hurgando entre los desechos. Son los barrenderos. Los carteros. Claro, son las enfermeras, doctores, todo el personal médico allí donde tratan a los enfermos del coronavirus, arriesgando su vida.
Y sí, son los periodistas, reporteros y editores, los que tienen los oídos puestos en el suelo y sienten el pulso de la comunidad y se dedican a informar.
Porque este horror, un día cercano, va a terminar. Estas serán dos o tres semanas que definirán el resto de nuestras vidas. Quizás un mes. Dos. Encontrémonos al final de este túnel terrible, estremecidos de horror, con la barba crecida, el pelo salvaje, con la mente llena de temores por el futuro. Pero vivos y sanos. Nosotros, nuestros hijos, nuestros seres queridos. Nos llevará un tiempo emerger de la oscuridad. Volver a sonreír. No olvidaremos al ángel exterminador. No olvidaremos a quienes ayudaron en momentos de aflicción profunda.
También ellos son gente de Los Ángeles.
(*) Gabriel Lerner es director editorial de La Opinión