Cronología del horror: anónimas y famosas víctimas de la violencia patriarcal, por Maythé Ruffino

¿Cómo actuar ante los violadores famosos, ante los hombres de poder, literario, intelectual, artístico? Hay que seguir mirando para otro lado, lejos del horror y el sufrimiento que causan, sin adjudicarles responsabilidad ni que paguen por sus atrocidades y ¿leer su literatura? ¿Comprar sus libros?

Elena Poniatowska en la presentación de su último libro.

Elena Poniatowska en la presentación de su último libro. Crédito: EFE

La lista de crímenes contra la mujer se concentra en exceso durante el 2019. El periodista Gabriel Torres Espinoza lo denomina El año del feminicidio impune. Hay comunidades, sociedades, instituciones y países enteros con leyes, normativas y mecanismos sociales, policiales y hasta militares de control para someter a la mujer en estados de esclavitud, opresión, explotación y desigualdad. Está la ley sharía en cada poblado dominado por los violentos fundamentalistas de Boka Haram, las leyes del islam en Arabia del Sur y miles más. Otras sociedades, las que se dicen más modernas, disfrazan estas formas de opresión. Las mujeres que se revelan al horror, al abuso, la explotación y el sometimiento sufren violentas reacciones. Pocas sobreviven para contarlo, como Malala Yousafzai frente al Talibán, o las tres niñas de Chibok: Deborah, Blessing y Mary que de forma impensable, arriesgada y heroica escaparon del horror de Boko Haram en Nigeria, o la extraordinaria saxofonista mixteca María Elena Ríos, quien al igual que la hindú Reshma Bano Qureshi, sobrevivieron ataques con ácido sulfúrico, brutales crímenes todos cometidos por hombres misóginos. Otras son castigadas con brutalidad por su osada rebelión, como la abogada iraní Nasrin Sotoudeh que fue sentenciada a 38 años de prisión y 148 latigazos por exigir el derecho de las mujeres en Irán a mostrar sus rostros y no usar el hijab. Su condena es mayor a los 100 latigazos con los que el Corán dicta castigar a los que cometen sodomía.

Víctimas anónimas

Termina el año 2019 con[LR1]  noticias de números alarmantes de feminicidios de mujeres en México (diez por día), Argentina, Honduras, España, en todo el mundo. Mientras muchas de estas mujeres en sus países luchaban por sus vidas, y denunciaban incluso a sus exparejas por las amenazas hechas en su contra, el estado y sus estructuras ejecutivas, legislativas, judiciales, policiales, no hicieron absolutamente nada para prevenir su muerte, y más aún, en la mayoría de los casos no hicieron nada para castigar al culpable.

Constantemente aparecen en las redes sociales y los diarios, más y más mujeres y niñas abusadas, violentadas, asesinadas en el mundo. Son estadísticas con números que causan horror, provienen de diferentes organizaciones no gubernamentales, locales e internacionales. Demuestran cómo las sociedades contemporáneas —‘desarrolladas’ o no— son sólo capaces de cuantificar los feminicidios, los monstruosos ataques físicos, los secuestros, la trata de niñas, adolescentes, mujeres; las violaciones, las agresiones, pero no son capaces de detenerlos, castigarlos, de hacer justicia o prevenirlos. El horror es cuantificado. Todo son números, la sangre roja, los cuerpos dolientes, los gritos, el sufrimiento. Los nombres, las pequeñas historias, las pequeñas vidas, desaparecen. Se vacían las venas, las cadencias, las respiraciones. Las mujeres se desvanecen, se hacen negras en la tierra, se hacen cenizas en el recuerdo. Sus rostros y sus cuerpos se desfiguran tras el ácido corrosivo del patriarcado. De ellas, en nuestra sociedad, sólo queda un número negro que engorda el anonimato y el olvido.

La visita a las redes sociales se hace insoportable, invivible, cuando al lado de un animalito tierno y salvaje haciendo algún mimo, aparece el rostro destrozado por el ácido de alguna mujer, el cuerpo descuartizado de una adolescente, el rostro vetado de una niñita violada que ha sido obligada a parir un engendro. Quedan simplificadas las vidas y sus experiencias en íconos de caras rojas, en la mejor de las reacciones, o en íconos amarillos con lagrimones azules. Algunos hombres solidarios pondrán algún dedo azulado, de esos que salen en las caricaturas con el regordete pulgar hacia arriba. ¿Y las mujeres? ¿Y las mujeres? ¿Y las mujeres? ¿Y sus cuerpos, sus historias, sus dolores, el acoso, la angustia, la persecución, el sufrimiento? ¿A dónde van a parar?

Víctimas famosas: El caso de Guadalupe Valencia Nieto

El 2 de diciembre, aparece en mi muro de redes sociales la nota de El país de Carmen Morán Breña, me descoloca bruscamente de mi rutina laboral y leo: “Un Me Too de los años sesenta en México: La pianista Tita Valencia identifica, medio siglo después, a Juan José Arreola como el hombre cuyo maltrato psicológico la arrastró a la locura, un proceso que quebró su carrera literaria.” Devoro casi sin poder respirar el relato de horror, preciso, claro, que hace Guadalupe Valencia Nieto a la periodista Morán Breña en su casa, sin evadir las peguntas, sin eufemismos ni metáforas.

Tita Valencia le pone nombre y apellido al que había representado en 1976 en su libro Tauromaquia como un minotauro, el hombre abusador, mayor que ella por diecinueve años. La bestia es el consagrado escritor mexicano Juan José Arreola. Junto con la identidad jurídica, social, junto al linaje, también identifica su parte íntima, sus modos de ejercer la violencia, la opresión, las formas específicas que tenía el intelectual de ser cruel, despiadado, destructor.

Un par de declaraciones que hace Valencia me dejan encajada contra el horror, como una mariposa atravesada por un alfiler por el centro de su vida. La primera, establece que la depredación sexual, emocional y psicológica que ejercía Arreola no era exclusiva, que hubo otras mujeres a las que violentó y abusó, y señala la nota: “Aquel pavoneo del maestro con sus alumnas, ese ‘dejarse querer’ pudo generar más víctimas. ¿Recuerda Valencia algunas de aquellas compañeras…? ‘Sí, claro, hay dos que son famosas, pero precisamente por eso, prefiero no dar sus nombres’, dice con su voz sedante. ‘Eran jóvenes igual que yo, aspirantes a escritoras’. Frágiles, viene a decir”.

Me sacude un profundo dolor, los depredadores sexuales nunca tienen una sola víctima, su rapiña se extiende y destruye a cuantos seres vulnerables encuentran en su camino. Y me pregunto, quiénes eran esas muchachitas jóvenes que merodeaban alrededor de Arreola que pudieron haber sido sus víctimas. A nivel personal conozco varias mujeres famosas, con nombre y apellido, que estuvieron en su círculo íntimo y eso me causa estupor, ansiedad, angustia. Sigo leyendo la nota, pasmada. Me encuentro sumida ya en un proceso psicológico, emocional, moral y político-juríidico de enjuiciamiento, ante la violencia contra la mujer hay que tomar partido. Ante un crimen, no es posible callar, mirar hacia otro lado. O estoy con Valencia o con Arreola. Hay una parte de mí a la que le duele desechar las narraciones, las astucias, lo bueno de la producción literaria de Arreola, la admiración por el hombre de letras. Pero la desilusión, el asco que me produce el hombre depredador, se contrapone al profundo dolor y sentimiento de solidaridad incondicional que me produce escuchar el relato de Valencia. Y le creo a ella.

Persiste el agobio frente al pensamiento de que hubo otras muchachitas a las que abusó Arreola. Repaso en mi cabeza los nombres, los rostros, las vidas de las posibles víctimas, me entristece profundamente, me corroe su silencio. La narración de Valencia, a cada paso, más y más, me obliga a desechar a Arreola como escritor, porque para mí, un escritor es, antes que nada, un ser humano, y esa humanidad no cabe en mi mundo si existe a través del crimen, del abuso sexual, emocional y psicológico. Duele desechar buena literatura, pero duele más conservar a un ser despreciable y ‘disculparle’ sus atropellos o crímenes por conservar su arte. Esa es mi micropolítica, mi política íntima, personal, esa es mi sentencia. Esa es mi forma de hacer justicia ante el abuso y el crimen. Escribo mi sentencia en un breve párrafo en las redes condenando a Arreola como abusador. Del mundo de escritores, artistas e intelectuales con el que entrecruzo experiencias en las redes sólo tres personas reaccionan ante el evento en solidaridad con la víctima. Todas y todos los demás guardan silencio. La indiferencia, el silencio y la falta de solidaridad me hacen sentir iracunda, frustrada, desilusionada.

La segunda declaración de Valencia que merece una profunda reflexión aparece en esta parte de la entrevista: “El caso tiene todas las características de un maltrato al uso, ahora convertido en un Me too avant la lettre: una relación jerárquica, un ninguneo constante, ahora te tomo ahora te dejo, ‘aquellos abandonos’, la exhibición desacomplejada con otras mujeres. Y la inversión de la culpa, que lleva a la víctima a asumir la responsabilidad que no le corresponde: ‘Perdona esta indignación, perdona que a veces te odie, amor, y me rebele. Perdona que al filo de la madrugada… me pregunte qué hace tan desdeñable el dolor femenino y tan trascendente el masculino. Que en el hombre pase por historia lo que en la mujer pasa sólo por histeria’”. Hay dos aspectos claves en esta cita, el primero el carácter que la periodista le da a la denuncia de Valencia: el de insertarlo como un #Metoo prematuro, avant la lettre, casi medio siglo antes de que iniciara la cuarta ola del feminismo. Lo segundo, aunada a la idea de autoculpabilización de la mujer violada, y de que es la víctima la que le pide perdón al violador por sufrir las consecuencias del crimen; Valencia hace patente una política histórica del sistema patriarcal con una nitidez y agudeza que sorprenden: el hombre narra su historia donde la mujer no figura y cuando aparece, la mujer es narrada por el hombre como histérica.

Sorprende esta claridad de Valencia por contraponerse directamente a su ceguera de víctima y al propio sometimiento al verdugo. Esta contradicción y complejidad muestra cómo el patriarcado y sus modos de opresión se ejercen, se conceptualizan y oprimen incluso desde el cuerpo, el pensamiento, el sentimiento y peor aún, desde la política misma de la mujer, desde la misma víctima. Sin embargo, la claridad de Valencia deviene en la denuncia que establece que el dolor femenino es intrascendente en la sociedad. En tanto que el dolor del hombre, del macho, queda registrado en la experiencia humana como ‘historia’, una historia del macho para los hombres y sobre todo oprimiendo e ignorando la historia de la mujer. El dolor de la mujer no tiene la misma valía y queda registrado como ‘histeria’, como una efervescencia de las emociones cuando mejor las juzgan. Las más de las veces, históricamente, el dolor y el sufrimiento de la mujer se ha catalogado como una enfermedad mental. De esto da cuenta ya mucha documentación y disertaciones, desde Michael Foucault -en su Historia de la locura- hasta la extraordinaria narrativa de Cristina Rivera Garza -en la novela Nadie me verá llorar-.

Víctimas famosas: El caso de Elena Poniatowska

De igual manera, en el contexto de la famosa Feria Internacional del Libro de Guadalajara, dos días después de que Tita Valencia denuncia a Arreola, justo el 4 de diciembre, aparece en El Excelsior, la nota de Virginia Bautista con un título evasivo, casi de periodista amateur: “Elena Poniatowska eliminó prejuicios de clase por su hijo”. Por poco no la leo. Pero tengo una tierna admiración y gusto personal por nuestra Elenita. Y sigo leyendo —en una nota pobrísimamente redactada, donde la noticia se esconde tras la vergüenza, o el temor, o la ineptitud, no lo sé— horrorizada la revelación de que en un privado y convulso proceso de escritura e indagación que realiza Poniatowska en su última novela, El amante polaco, hilando su autobiografía y la historiografía de sus ancestros, relata el crimen y la violación sexual que sufrió a manos de un ‘maestro’. Poniatowska, igual que Valencia fue víctima de Arreola. El abuso aquí denuncia una violación sexual, un hijo bastardo jamás reconocido por Arreola, un hijo abandonado y negado, que nunca recibió ningún apoyo económico, emocional, psicológico, intelectual. Un hijo arrebatado a Poniatowska, quien lo rescata en contra de las determinaciones patriarcales que la juzgaban incapaz de criar a la criatura.

Ella, como Valencia, tampoco identifica a Arreola en su texto como depredador. Lo identifica en esa entrevista publicada el 4 de diciembre. La periodista Bautista dice que Poniatowska lo ratifica ‘después’, en otra entrevista que dio a El Excelsior, pero la fecha de ese ‘después’ resulta ser un ‘antes’. Ella misma entrevistó a Poniatowska a raíz del lanzamiento editorial de su libro el 23 de noviembre, doce días antes de, digámoslo así, escribir el refrito del lanzamiento de la novela El amante polaco en la FILG. Aquella primera nota está mejor titulada, pero es igual de evasiva: “Elena Poniatowska, tributo a la raíz polaca: La escritora mexicana publica su ‘novela más personal’, en la que revisa momentos intensos y dolorosos”. Excelsior, 23/11/2019 05:00 por Virginia Bautista. Voy apresurada a leer esa primera entrevista. De nuevo, la denuncia de violación, una de las partes centrales de la entrevista, aparece enterrada en la reseña histórica y minucias de la novela. Es que ni Bautista ni la propia Poniatowska hacen de ese evento, de esa denuncia de violación que cambió radicalmente el curso de la vida de la propia escritora y el destino de su hijo, lo más importante.

Veo el autosilenciamiento, la autoculpabilización como hilos de púas en común que amordazaron por más de medio siglo a estas dos grandes artistas: Tita Valencia y Elena Poniatowska. Y sigo pensando en la ‘otra famosa’ que no nombró Valencia pero que sabe de cierto fue también víctima de Arreola. Y las no famosas, las que hundirán su horror en el anonimato. Poniatowska denunció primero a Arreola, el 23 de noviembre, el 2 de diciembre lo hizo Valencia. Se me acelera el corazón y me pregunto ¿cuándo denunciará la otra víctima a Arreola?, ¿aparecerán las otras o quedarán en el anonimato?, ¿morirán con ese silencio pudriéndoles la mirada?

Publico la nota de Bautista en mi muro criticando su mal periodismo. Sugiero una posible edición al título:  Elena Poniatowska revela que Arreola la violó y es el padre de su primer hijo. Alarmada veo que nadie reacciona ante la denuncia de violación y abuso que hace Poniatowska. ¡Qué terrible! El dolor de la mujer no vale. Duele menos que una portada de un libro, que un artículo periodístico, que un dedo azul en el mundo de los simulacros de las redes sociales. El dolor de las mujeres anónimas no vale, pero el de las mujeres famosas tampoco.

Para finalizar la cronología de la violencia contra las famosas, aparece la hermosa reseña literaria de María Teresa Prieto de El amante polaco. Pero en cuanto a la denuncia de la violación que sufrió Poniatowska resulta tímida y débil. Donde debería haber levantado la voz acompañando a Elena en el ‘evento del horror’, al relatar y denunciar la violación sexual que sufrió de Juan José Arreola, apenas lo menciona. Las personas que se cuidan de no dar nombre y apellido tras el dedo índice que grita “el violador eres tú” protegen sus carreras de periodistas, de intelectuales, de académicos, sus contactos y conexiones con los familiares, amigos, alumnos lectores, admiradores del círculo de los famosos, de los Arreola. Y pregunto: ¿cómo actuar ante los violadores famosos, ante los hombres de poder, literario, intelectual, artístico? Hay que seguir mirando para otro lado, lejos del horror y el sufrimiento que causan, sin adjudicarles responsabilidad ni que paguen por sus atrocidades y ¿leer su literatura? ¿Comprar sus libros? ¿Ver sus películas, sus obras de arte, sus puestas en escena? ¿Hacerles homenajes? ¿Puede la sociedad actual dejar intacto al hombre rapaz con tal de deleitarse con su literatura o su arte? Y a las víctimas ¿desecharlas como basura? Entenderlas como daños colaterales del proceso creativo, inspiracional.

Publicado originalmente el 12/31/2019.

Poeta, escritora mexicana. Egresada de la Universidad de California de Los Ángeles donde cursó las Licenciaturas de Ciencias Políticas, Estudios Latinoamericanos y Literatura Hispanoamericana. Recibió su maestría de California State University, Los Ángeles y actualmente cursa el doctorado en la Universidad de California de Santa Bárbara. Ha impartido talleres literarios, dado conferencias y participado en la vida cultural, literaria y poética en México, España, Canadá, Argentina y EEUU. Ha publicado en varias revistas y diarios en las ciudades de México, Managua, Los Ángeles, Miami, San Francisco, Washington, Madrid, Montreal y Argentina. Antologada por el Fondo de Cultura Económica en Anuario de poesía mexicana 2004 (como Maythé Rueda) como una de las mejores poetas mexicanas. De su creación los poemarios: Trenas de Bruma, Discrepancias, Singladuras de arena, Rasgando oscuridad, Poemas transitorios, Alas de Pájaro, De sal y ceniza, Dislorcaciones y Closed blinds. Miembro del concejo editorial de las revistas Monóculo, La Hoja y La Luciérnaga. Ganadora del premio de poesía de la Casa de Cultura de Long Beach, California 1999 y Premio de poesía Cal State LA 2006. Fue cronista y crítica literaria del diario La Opinión de Los Ángeles, además de dirigir talleres de literatura.

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