La pasión de una familia latina por los autos lowriders
Padre, madre, sus dos hijos y yerno han invertido años, esfuerzo y mucho dinero en transformar sus vehículos antiguos en autos lowriders
![La Familia Torres Valdez es aficionada a los autos lowriders. (Araceli Martínez/La Opinión)](https://laopinion.com/wp-content/uploads/sites/3/2023/08/Familia-Low-Riders.jpg?resize=480,270&quality=80)
La Familia Torres Valdez es aficionada a los autos lowriders. (Araceli Martínez/La Opinión) Crédito: Araceli Martínez Ortega | Impremedia
Tan pronto como terminaba de tocar en la banda durante el desfile del Cinco de Mayo, Rogelio Torres salía corriendo para alcanzar a un amigo que manejaba un auto lowrider.
“Aventaba los tambores dentro del carro y mi amigo Rudy Paredes me daba chanza de subirme. Yo era un niño y Rudy era mi ídolo. Subirme a su carro era el momento más esperado del desfile. Sentía mucha felicidad”, dice Rogelio.
Desde su infancia, nació la afición de Rogelio por los autos lowriders. Hoy en día junto con su familia tienen siete autos lowriders, y dos más que están en el proceso de convertirlos. Se trata de una afición que no les deja dinero. Lo que es más, es bastante costosa, pero todo se compensa, cuando la gente ve sus carros, y exclama fascinada: ¡Qué bonito!
California es el lugar de nacimiento de la cultura de los lowriders que consiste en modificar carros con sistemas hidráulicos para hacer que puedan subir y bajar.
Además, los autos son adornados con extravagantes pinturas y otros llamativos arreglos para llevarlos a shows, competencias o simplemente pasear en ellos.
La cultura de los carros lowriders comenzó en Los Ángeles a mediados de la década de los 40. Fue puesta en marcha por jóvenes mexicoamericanos para marcar posturas culturales y políticas.
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Hacer desfiles por las calles con los autos lowriders se ha convertido en una tradición para cientos de familias aficionadas.
Algunos de estos vehículos, con sus coloridos diseños, detalles estéticos únicos y sus llantas de banda blanca, son verdaderas obras de arte.
“Lo primero que uno hace para transformar su auto, es instalar los hidráulicos que hacen que el carro pueda subir y bajar, luego viene la pintura, arreglar el motor, el interior y los arreglos que uno le quiera hacer, dependiendo de cada gusto y hasta donde la creatividad alcance”, dice Rogelio
Rogelio nació en Guadalajara, México, pero sus padres lo trajeron a vivir a Los Ángeles cuando tenía entre 4 y 5 años.
“Nos criamos entre Inglewood y Lennox. Cuando estaba en la secundaria, en Lennox hacían un desfile cada Cinco de Mayo, y yo participaba en la banda. Después de desfilar corría a buscar a los lowriders. Me fascinaban”.
En ese entonces soñaba con un día tener un auto lowrider. “Mis padres me decían que estaba loco, que iba a perder dinero y tiempo. ¡Concéntrate en tu educación!”, le decían.
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Cuando creció y comenzó a ganar dinero en su trabajo como carpintero, lo primero que hizo fue comprarse un carro Cadillac del año 79.
“Lo arreglé lo más que pude. Tiraba la facha de lowrider, pero luego me deshice de ese carro”.
Cuando se casó con Tiana Valdez, su novia de la secundaria, tuvo la suerte de que a ella también le encantaba los autos lowriders.
“El segundo carro que compré ya casado, fue un Cadillac 1992, y fue al primero que le puse atención; y poco a poco lo fui arreglando. Cada vez que tenía dinero le agregaba algo hasta convertirlo en un lowrider”.
Rogelio mandó pintar de cada lado de su auto, la cara de su hijo Román, el menor de 26 años y el rostro de su hija Percila de 27 años.
Y cuándo le preguntamos qué tanto cuesta transformar un auto antigüo en un lowrider dice que no tiene la menor idea. “No llevo la cuenta. La pintura y el cromado es lo más caro. Invertí en mi Cadillac 92 de $20,000 a $25,000 entre el diseño, los murales y la nueva pintura”.
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Cuando su hija Percila se graduó de Justice Studies en la universidad, Rogelio le regaló su tesoro más querido, su Cadillac 92 convertido en lowrider al que bautizó como Sweet and Sour (Agridulce).
“El carro tiene los colores de los dulces Sweet and Sour. Por eso le puse así”, dice Rogelio quien en 2010 se compró un Lincoln convertible modelo 78, al que le puso Cocktails y se lo regaló a su hijo Román.
Su tercer carro, un Cadillac modelo 79, es de su esposa Diana Valdes.
“Le pusimos Loca 79 porque la verdad ese carro me tuvo como loca durante el proceso de arreglarlo. Era mucho trabajo. Yo salía a las tres de la mañana de trabajar y la hablaba a mi hijo para que acompañara muy temprano a un Yonque a buscar partes”.
Después vino el cuarto carro: una camioneta Chevy Mazda modelo 86 a la que Rogelio le ha puesto por nombre Loquita en alusión a que es una troquita. “Este tipo de carros se usó mucho cuando yo iba a la secundaria en los 80 y 90. Yo lo adapté al estilo lowrider”.
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Ernie Acosta, yerno de Rogelio, esposo de Percila, transformó su Chevrolet Station Wagon de 1954 en un lowrider.
A Ernie le viene el gusto por este tipo de vehículos de su padre y abuelo, quienes también eran aficionados a estos llamativos carros que casi se arrastran por el suelo.
“Mi papá tiene un carro de 1949; y yo uno de 1960 que estoy arreglando”.
Ernie y Percila fueron a la misma escuela y vivieron en el mismo barrio.
“Ernie creció en el Club Eloquence de lowriders del que formamos parte toda la familia”, dice Rogelio; y agrega que en Los Ángeles hay más de 500 clubes del mismo tipo.
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Pero qué ganan al invertir tanto dinero en sus autos. ¿Hay dinero de por medio? ¿Obtienen alguna ganancia?
“Lo único que ganamos es llamar la atención. Y nuestro mayor pago es que la gente diga, ¡wow! ¡qué bonito carro! y que admiren lo que construimos con tanto esfuerzo”, dice Rogelio.
Y añade que es un arte arreglar los carros para llevarlos a shows grandes o pequeños, y a los desfiles donde el público los pueda apreciar.
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Su hijo Román dice que lo más gratificante es que la gente voltee a verlos cuando manejan sus vehículos lowriders.
Percila afirma que transformar el auto significa mucho trabajo al principio, pero cuando ya queda listo, es muy poco lo que hay que hacerle.
“Para mí es muy importante que otras mujeres y jovencitas se interesen por la cultura de los lowriders y que vean que ellas lo pueden hacer si se enfocan y dedican. No es algo solo de los hombres”.
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Y comenta que mucha gente tiene la idea de que los autos lowriders son cosa de cholos y le dan una connotación negativa.
“Eso no es así. En la actualidad, hay doctores, policías, abogados y mecánicos de aviones como mi esposo Ernie”.
Rogelio lamenta que durante mucho tiempo se haya visto la cultura de los lowriders como algo malo en la comunidad hispana. “Se asociaba con algo negativo, pero un cholo o un pandillero no tiene el tiempo ni el dinero para mantener un hobbie como este”.
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Tanto Román como Percila crecieron alrededor de los carros lowriders, yendo a los shows donde sus padres llevaban sus autos a exhibir.
“A mi hermano y a mí nos gusta esta cultura. No fue algo que nos hayan forzado. De niña me gustaba ayudar a mi papá a limpiar el carro y acompañarlo a los eventos”.
Y dice que lo que más le agrada es cuando la gente, al ver sus carros en marcha, les suena el claxon y les hace una señal de aprobación con sus manos.
Román dice que desde niño, era su gran ilusión acompañar a su papá a los eventos de los lowriders.
“Me ponía feliz. Era como subirse a una montaña rusa”, dice Román, cuyo sueño es ser radiólogo.
La familia Torres asiste casi cada fin de semana a eventos de exhibición de los lowriders.
“Hemos ido a Las Vegas, San Diego y Arizona con nuestros carros. Vamos a todo tipo de shows”.
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Para Rogelio, la cultura de los lowriders es un hobbie que le divierte, pero tiene claro que si a su esposa no le hubiera gustado tanto como a él, habría sido muy difícil mantenerlo.
Su hija dice que la cultura de los lowriders se ha mantenido por los latinos y mexicanos de Los Ángeles. “Es una tradición que ha crecido por gente como nosotros”.
Rogelio comparte que los lowriders son su primer amor, y su esperanza es que cuando él ya no esté en este mundo, sus hijos y bisnietos sigan la tradición por generaciones.
“Espero que la mantengan y nunca muera”. Y recalca que el motor que mueve a su familia y a los aficionados a lo que él considera un arte, es que la gente “nos chulee los carros”.
Percila agrega que con un carro lowrider nunca te sientes solo.
“Los lowriders somos una comunidad muy unida y bonita. Y sabemos que si algo nos pasa en la calle con nuestros carros, la gente va a venir a apoyarnos”.