Hay que reorientar la política exterior

Hace unos cuarenta años, cuando entré a la Universidad de Oxford como estudiante de posgrado, indiqué que me interesaba estudiar Medio Oriente. Me informaron que esta parte del mundo se clasificaba entre los “Estudios Orientales”, y que me asignarían el profesor adecuado. Sin embargo, cuando llegué a la oficina de mi profesor para tener una primera reunión, observé que sus libreros tenían obras con caracteres chinos. Mi profesor era especialista en lo que era, al menos para mí en ese entonces, el Oriente equivocado.

Algo parecido a este error le ha sucedido a la política exterior estadounidense. Los Estados Unidos se han preocupado por Medio Oriente -en cierta forma, el Oriente equivocado- y no han prestado la atención necesaria a Asia oriental y el Pacífico, donde se escribirá gran parte de la historia del siglo XXI.

La buena noticia es que ese foco de atención está cambiando. En efecto, la política exterior estadounidense está teniendo una transformación silenciosa, que es importante y, desde hace tiempo, necesaria. Los Estados Unidos están volviendo a descubrir Asia.

“Redescubrir” es la palabra clave aquí. Asia fue uno de los dos principales escenarios de la Segunda Guerra Mundial, y de nuevo volvió a ocupar un papel central junto con Europa durante la Guerra Fría. De hecho, los dos grandes conflictos del periodo -las guerras en Corea y en Vietnam- se pelearon en el continente asiático.

No obstante, con el fin de la Guerra Fría y la desaparición de la Unión Soviética el interés de los Estados Unidos por Asia disminuyó. En la primera década posterior a la Guerra Fría, los Estados Unidos centraron su atención en Europa. Los responsables del diseño de las políticas estadounidenses se enfocaron principalmente en la ampliación de la OTAN para incluir a muchos de los países del antiguo Pacto de Varsovia, y en hacer frente a las guerras que se originaron después del desmoronamiento de Yugoslavia.

La segunda fase de la era posterior a la Guerra Fría empezó con los ataques terroristas del 11 de septiembre. Lo que siguió fue una década en la que los Estados Unidos se centraron en el terrorismo y el envío de un gran número de fuerzas militares estadounidenses a Irak y Afganistán. Los dos conflictos han cobrado la vida de más de 6000 estadounidenses, han costado más de un billón de dólares, y han consumido innumerables horas de trabajo de dos presidentes y sus altos funcionarios.

Sin embargo, ahora esta fase de la política exterior estadounidense está llegando a su fin. El presidente Barack Obama anunció que las fuerzas armadas de su país se retirarán de Irak a finales de 2011. En Afganistán, el número de efectivos ha llegado a su máximo y ahora está bajando; lo único que falta por resolver es el ritmo de la retirada y el tamaño y la función de cualquier fuerza estadounidense que quede después de 2014.

Esto no quiere decir que el Medio Oriente sea irrelevante o que los Estados Unidos deban ignorarlo. Al contrario, sigue teniendo enormes reservas de petróleo y de gas. Es una zona del mundo en la que actúan los terroristas y en las que los conflictos han sido comunes. Irán está cada vez más cerca de obtener armas nucleares; si lo logra, otros podrían hacerlo también. Es también una región que actualmente está experimentando desórdenes políticos internos que podrían ser históricos. También está el vínculo sui géneris de los Estados Unidos con Israel.

Sin embargo, hay motivos para que los Estados Unidos hagan menos en todo el Medio Oriente de lo que han estado haciendo en años recientes: el debilitamiento de al-Qaeda; las escasas perspectivas de los esfuerzos de paz; y, sobre todo, las crecientes evidencias de que, como se quiera medir, las gigantescas iniciativas para la construcción nacional no están dando rendimientos proporcionales a las inversiones.

Al mismo tiempo, hay razones de peso para que los Estados Unidos aumenten su participación en la región Asia-Pacífico. No se puede negar la importancia económica de la región, con su numerosa población y sus economías de rápido crecimiento. Cada año, las empresas estadounidenses exportan más de 300 mil millones de dólares en bienes y servicios a los países de la región. Al mismo tiempo, los países asiáticos son una fuente primordial de inversiones para la economía estadounidense.

Así pues, la estabilidad regional es de importancia crítica para el éxito económico de los Estados Unidos (y del mundo). Este país tiene múltiples alianzas –con Japón, Corea del Sur, Australia, Filipinas y Tailandia-que son necesarias en parte para impedir una agresión de Corea del Norte. Asimismo, la política estadounidense debe crear un ambiente en el que una China en expansión nunca se vea tentada a utilizar su creciente poder de modo coercitivo –dentro o fuera de la región. Por esta razón, son acertados los esfuerzos recientes de los Estados Unidos para estrechar sus vínculos con la India y varios países del Sureste asiático.

Los Estados Unidos hacen bien en desplazar su atención del Medio al Lejano Oriente. Por suerte parece que todo el espectro político estadounidense comparte esta opinión. Mitt Romney, el probable candidato republicano a la presidencia, está prometiendo aumentar el ritmo de construcción de barcos –un compromiso que está vinculado con una mayor presencia de los Estados Unidos en el Pacífico. Y la Secretaria de Estado Hillary Clinton ha hablado del cambio del Medio Oriente como centro de atención de su país: “El centro de gravedad estratégica y económica del mundo se está desplazando hacia el oriente, y nosotros nos estamos concentrando más en la región del Asia-Pacífico”.

Independientemente de que el siglo XXI sea otro “siglo estadounidense” o no, es seguro que será un siglo del Asia y el Pacífico. Resulta tanto natural como razonable que los Estados Unidos forman una parte central de cualquier cosa que se derive de ese hecho.

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