Abrir los ojos

La historia de Clarkston es simplemente un ejemplo de la manera en que la diversidad juega realmente un papel importante para ayudar a que el crisol de raza

La principal conclusión, tras observar el especial de PBS America by the Numbers with Maria Hinojosa: Clarkston Georgia, que saldrá al aire próximamente, es que aunque la frase “fuerza en la diversidad” ha alcanzado la categoría de lugar común, es particularmente cierta cuando se trata de la asimilación de nuevos estadounidenses en comunidades históricamente homogéneas.

No estoy segura de si esa era la intención del mensaje en esta presentación de “Need to know” Election 2012, que es el primer especial de asuntos públicos de PBS en que una latina ha sido productora ejecutiva.

Este programa de media hora, que saldrá al aire el viernes, 21 de septiembre, se propone explorar la cuestión de si los blancos de Estados Unidos deben temer convertirse en una minoría, debido a los rápidos cambios demográficos.

No es de sorprender que, hacia el final del especial, comprendamos que la respuesta a esa pregunta es un rotundo “no”. Pero es una conclusión que probablemente consolaría a pocas comunidades que hayan recibido el influjo de inmigrantes, dada la singularidad del ejemplo estudiado.

Hinojosa nos presenta Clarkston, Georgia, un pueblo de 7,500 habitantes -el 89% de ellos, blancos en la década de 1980- aproximadamente a 11 millas de distancia de Atlanta. Tras ser escogido por el gobierno federal como el lugar indicado para el asentamiento de refugiados de países tales como Sudán del Sur, Bhutan, Somalia y Burma, en este momento los blancos representan menos del 14% de la población.

Fue refrescante ver un documental en que se pinta sin rodeos, pero con respeto, las opiniones negativas, tanto de blancos como afroamericanos, sobre el efecto de la rápida inmigración en los pueblos.

Francamente, pocas veces se brinda tiempo de cámara a estadounidenses blancos de edad, como el viejo residente de Clarkson, Graham Thomas, para que puedan exponer sus preocupaciones sobre la caída de los precios de la propiedad, la pérdida de un sentido de comunidad y la presión sobre las escuelas, hospitales y policía locales, sin que se los coloque en el papel de racistas rabiosos. Hasta el alcalde afroamericano del pueblo admite ante la Cámara que el único motivo por el que consideró ser funcionario público fue que pensó que no podía quedarse sentado, mientras los inmigrantes se apoderaban de su pueblo -pueblo que, durante su niñez, recuerda, fue anfitrión de manifestaciones del Ku Klux Klan.

Habiendo dicho eso, hay que señalar que hay poca enemistad. Hasta los propietarios de las tiendas locales, quienes antes del influjo inmigrante estaban al borde de perder sus negocios por el agudo declive en que el pueblo estaba sumido, están agradecidos por sus nuevos vecinos, todos los cuales parecen dedicados a convertirse en ciudadanos.

Sólo un observador cuidadoso nota las sutilezas que han impedido que Clarkston, descrito aquí como un “Ellis Island del sur”, se haya convertido en el tipo de festivales de ira en que se volvieron otras comunidades con poblaciones de edad -Hazleton, Pennsylvania y Carpentersville, Illinois, vienen a la mente- una vez que la apariencia de su calle mayor comenzó a cambiar.

En primer lugar, todos los recién venidos son legales y, por tener la categoría protegida de refugiados, llegaron al pueblo con algunos subsidios limitados para su integración. Como refugiados, llegaron con el ardiente deseo de crearse un hogar nuevo y permanente y, lo antes posible, adoptar este país como el propio. Finalmente, el hecho de provenir de diferentes países los unió en su intención de aprender inglés rápidamente, en forma tal que se impidió que su lengua nativa se enraizara en la comunidad.

Básicamente, este grupo de nuevos inmigrantes, con costumbres y hábitos diversos -muchos habitantes de Clarkston expresaron haber “oído” que sus nuevos vecinos gustaban de encender fogatas en sus salas y beber agua de los inodoros- no son nada parecido a los inmigrantes hispanos, que a menudo son objeto de fervientes y emotivos documentales, que buscan mostrar lo trabajadores y fundamentalmente buenos que son los nuevos inmigrantes.

No está de por medio el idioma español para aislar a los nuevos vecinos de la comunidad mayor, no hay sospechas sobre su categoría migratoria, no hay temor de que los ingresos familiares se exporten a América Latina en lugar de reinvertirse en la comunidad, no hay lealtades compartidas con un país en particular ni una sola cultura que amenace con apoderarse del carácter del pueblo.

Estas observaciones no son un juicio de lo constituye un “buen” inmigrante contra los estereotipos predominantes -y exagerados- de inmigrantes “malos”, es decir “ilegales y aprovechadores”.

La historia de Clarkston es simplemente un ejemplo de la manera en que la diversidad juega realmente un papel importante para ayudar a que el crisol de razas produzca nuevos estadounidenses de los recién llegados. Es también una celebración de un Estados Unidos en que una periodista hispana puede hábilmente iluminar las experiencias de un grupo singular de inmigrantes recientes y de sus nerviosos vecinos, sin tener que pronunciar ni una palabra en español.

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