Salida forzada de los Gómez

Acosada por los cárteles, esta familia tuvo que dejarlo todo

El tener el apellido Gómez, condenó a los sobrevivientes de la familia a refugiarse en Texas antes de sufrir un atentado.

El tener el apellido Gómez, condenó a los sobrevivientes de la familia a refugiarse en Texas antes de sufrir un atentado. Crédito: Gardenia Mendoza / La Opinión

AUSTIN, Texas.– El tormento de las Gómez son las pesadillas. No las dejan estar en paz. En sus sueños, las balas alcanzan a sus esposos como ocurrió con los hermanos de ellos, un par de primos, algunos vecinos y hasta amigos asesinados en los últimos cuatro años en el poblado de Barreales, Chihuahua, en la región del Valle de Juárez que aún tiene un promedio de seis difuntos diarios

Laura Isela cierra los ojos, suspira y mira a su prima Laura Érika. Las dos saben que el mal sueño es sólo eso: una traición de su memoria que regresa una y otra vez aunque sus maridos, Gilberto y Mario, están ahora lejos del peligro, en un lugar incógnito de Estados Unidos, mientras ellas esperan aquí el llamado de la corte que en enero podría otorgarles el asilo político.

” El ruido del tren es lo único que me relaja, siento que estoy lejos de los asesinos que nos buscan y apenas duermo”.

Esta mujer de 37 años vive en un oxidado tráiler de unos cuatro metros cuadrados instalado en el descampado del desierto por donde merodea con su cabello recogido en un chongo, vestida con unos jeans y una camisa planchada como si fuera de paseo al centro comercial. Es robusta y atractiva: una mujer del norte de México.

Los Gómez llegaron desde México en agosto de 2011 con una mano adelante y la otra atrás, aún cuando en Chihuahua eran gente de clase media que sobrellevaba su vida con un negocio de autopartes y otro de costura.

Salvaron sus cabezas porque el pastor de la iglesia evangélica local les dio el pitazo: los sicarios de uno de los cárteles, (no quisieron saber si el de Sinaloa o el Juárez), los estaban buscando por el pueblo después de que mataron a sus hermanos Jaime e Isidro.

La muerte de éste último fue un golpe de terror. Isela vio cuando pasaron los “encapuchados” en una camioneta, “iban armados, como siempre, dieron la vuelta en una esquina y poco después se escucharon las detonaciones, cerca de la casa de mi suegra. Corrí y cuando entré vi a mi cuñado desfigurado, desangrado y a mi hijo (de 14 años) golpeando la pared con la cabeza”.

La familia estaba en crisis. Aún vivían en Barreales – un pueblo de poco menos de mil habitantes- donde conservaban su historia y patrimonio a pesar de la violencia, porque se sentían ajenos al crimen organizado, aunque sabían que el primo Jorge, el primero de los Gómez asesinados, sí tuvo alguna relación con los delincuentes.

¿Qué por qué no nos fuimos en aquel tiempo?, se pregunta Érika. “Porque el que nada debe nada teme y uno no puede controlar ni responder por lo que hacen los otros, aunque sean de la familia”.

Esta deducción de lógica pura, estaba lejos de la realidad: según análisis de la psicología criminal, actualmente los delincuentes consideran que el daño a la familia es una forma de venganza efectiva y fácil para las bandas rivales o individuos que traicionan intereses.

“En las vendetas de estos jóvenes el dolor del otro debe ser proporcional o mayor al sentimiento que sintió el ofendido: matar a inocentes no les causa remordimiento alguno porque son enfermos sociales con trastornos narcisistas y con rasgos sociopáticos”, explican estudios de campo de la directora del Consejo Mexicano de Psicoanálisis, Anabel Pagaza, entrevistada por este diario.

Días antes de la muerte de Isidro Gómez, murió también en su casa del Valle de Juárez otra prima, su esposo y un cuñado de éste. En 2011, según cifras oficiales, se registraron que en la región poco más de 3,000 asesinatos.

La policía municipal fue desmantelada y el tiempo de respuesta del Ejército era de dos horas. “No sabíamos que hacer. Por un lado seguíamos creyendo que nada iba a pasar si no teníamos nada que ver y por otro lado… ¡eramos Gómez! y nos preparábamos por si había que huir: dormíamos con la ropa puesta y un maletín con los documentos personales”.

Érika se revuelve en el sillón desgarrado en el que se sienta para recordar. Afuera de la sala, los niños ríen a carcajadas porque consiguieron unos cohetes y detonaron un par sobre el páramo que sirve de patio. Isela se levanta molesta. ¡No hagan eso!, ordena.

Al regresar se disculpa, “es que escuché tantas balaceras en el pueblo”. Recuerda especialmente una: estaba sola con sus hijos cuando los vidrios se cimbraron, apagó las luces y se tiró al piso porque los truenos venían de la casa de al lado.

Miró hacia la cama. Su hijo de nueve años temblaba paralizado: no podía echarse al suelo. La madre lo jaló, lo tiró, lo abrazo y lloró hasta el amanecer cuando regresó el silencio.

Han pasado 13 meses desde entonces y todavía, al apagar las luces, Isela se siente más segura, como si se volviera invisible.

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