Periodistas asesinados para callarlos

El periodista Antonio Quintero, atendido por una herida de bala, en un centro asistencial, tras un ataque en el que su compañero resultó muerto, en un barrio de Tegucigalpa, el 12 de junio de 2013.

El periodista Antonio Quintero, atendido por una herida de bala, en un centro asistencial, tras un ataque en el que su compañero resultó muerto, en un barrio de Tegucigalpa, el 12 de junio de 2013. Crédito: Archivo / EFE

Honduras

“No se mata la verdad matando periodistas”. Este fue el mensaje de una marcha de protesta en Sololá (occidente de Guatemala) después que el periodista Alfonso Guárquez fue amenazado a mediados de julio. En Guatemala prevalecen las amenazas a periodistas, del crimen organizado y de las autoridades. Pero en Honduras, el asesinato de periodistas ya convirtió a este país en el más peligroso para practicar periodismo en Latinoamérica, después de México.

Los llamados de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) y de Periodistas Sin Fronteras, entre otros organismos internacionales, para que el gobierno hondureño frene la violencia contra los periodistas, parecen caer en oídos sordos. Pero no sólo eso; la criminalidad y la corrupción parecen desbordar a las autoridades hondureñas. En los casos recientes, hubo capturas con relativa rapidez en comparación con casos de años anteriores que permanecen impunes—como muchos otros homicidios. En Honduras, según publicaciones de prensa, el nivel de impunidad ronda el 90 por ciento. Sólo se hace justicia en uno de cada diez crímenes.

La tasa de homicidios comenzó a subir en Honduras varios años antes del golpe de Estado de 2009 que derrocó al presidente Manuel Zelaya, y que muchos consideran el parte aguas en la historia violenta del país.

Para 2012, Honduras ya figuraba entre los países más violentos del mundo. Desde la perspectiva de la Comisión Nacional de Derechos Humanos de Honduras (Conadeh), la ola de homicidios (85 por cada 100 mil habitantes) ya no sólo incluía cualquier perfil de víctimas. La violencia también abarcaba a grupos específicos: activistas de derechos humanos, abogados y periodistas.

Antes del golpe de 2009, ocurrían ataques a periodistas, pero estos incrementaron durante y después de este evento. Y continuaron después que José Lobo asumió la presidencia en enero de 2010.

La cifra de periodistas asesinados en los últimos tres años ya alcanza los 29, según la prensa hondureña. El caso más reciente es el de Aníbal Barrow, secuestrado en junio pasado en San Pedro Sula, y cuyos restos aparecieron en Cortés, Honduras. Su muerte, presuntamente la orden de un narcotraficante, según el diario El Heraldo de ese país.

Entre los periodistas asesinados hay desde víctimas de extorsión, hasta víctimas de venganza, presuntamente por revelar verdades comprometedoras para funcionarios corruptos o grupos criminales. Pero independientemente del móvil, la muerte de un periodista, y la falta de resolución del crimen, envía mensajes fatales: (1) que es fácil matar a una figura conocida sin consecuencias, y (2) que si esto ocurre con alguien conocido, sucederá con ciudadanos comunes, especialmente si prevalece la corrupción policial.

La intimidación y muerte de los periodistas también afecta la narrativa de un país. Le roba al mundo la posibilidad de saber cómo los hondureños se narran a sí mismos, y altera la percepción (especialmente en el exterior) acerca de cuánto ocurre en Honduras.

Algunos hondureños consiguen narrarse en los reportajes del periodista español Alberto Arce de Associated Press (AP), el único corresponsal extranjero de planta en Honduras. Pero las historias que los periodistas hondureños podían haber contado, de no haber sido asesinados, quedan silenciadas. Y así, no sólo muere un hondureño y un periodista. Una parte de la historia violenta de Honduras también permanece en la oscuridad. En Honduras todavía no se mata la verdad matando periodistas, pero desgraciadamente no falta quienes lo siguen intentando.

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