Canelo: desde niño busca la gloria

Un regalo de su hermano marca el destino de Saúl "Canelo" Álvarez.

Desde adolescente, el "Canelo" soñaba con ser un gran boxeador.

Desde adolescente, el "Canelo" soñaba con ser un gran boxeador. Crédito: Suministrada por la familia Álvarez

JUANACATLÁN, México.- El viaje fue largo, y la búsqueda para escalar en el boxeo de Tijuana, infructuosa. 
Rigoberto Álvarez regresó cabizbajo a éste su pueblo del estado de Jalisco, pero se animó cuando un montón de niños salió a su encuentro entre gritos de felicidad por tener de vuelta en casa al primogénito de ocho hermanos.

Rigoberto bajó del auto y abrió la cajuela donde traía su equipo de pugilista, vendas, caretas, coquillas, bocados.

De ahí sacó un par de guantes que trajo de regalo para Saúl, el más pequeño de los Álvarez Barragán, quien tenía 10 años y en ese entonces soñaba con ser futbolista, el deporte regional de donde surgieron figuras como el ex atlista Daniel Osorno.

El “Canelo” acomodó en sus manos el regalo. Tiró un par de puñetazos al aire, y su hermano sintió un escalofrío.

“Me dije: éste es un peleador natural”, recuerda Rigoberto con brillo en los ojos, como si fuera en este momento, y no hace 13 años, cuando descubrió el potencial del actual campeón superwelter del Consejo Mundial de Boxeo (CMB), que el próximo 14 de septiembre se enfrentará en Las Vegas al invicto y considerado el mejor libra por libra del mundo: Floyd Mayweather Jr.

Saúl tenía furia en la mirada, una señal inequívoca, relata Rigoberto, de que no había miedo.

“Para ser boxeador se nace sin miedo”.

Convencido en ese momento, echó la suerte del “Canelo”, que en ese tiempo lidiaba con otros apodos como “Jícama con Chile”, “Entomatado” o “Enchilado”, debido al color rojo de su pelo y su carácter irascible. “Tú vas a ser boxeador, no paletero”, le dijo Rigoberto.

A partir de entonces lo entrenó al lado de sus hermanos y vecinos en la cochera de su pequeña casa que hoy está a la venta en el barrio Jardines del Vergel, en Juanacatlán, donde el boxeo era tan raro como la nieve que inspiró a Santos, su padre, para ganarse la vida.

Santos Álvarez descubrió el negocio de las paletas de hielo y los helados después de un largo peregrinar que comenzó en Los Reyes, Michoacán, donde él y Ana María Barrera nacieron, crecieron y se casaron, aún en contra de la familia que se oponía a la unión de dos primos hermanos por miedo a enfermedades congénitas.

Pero después de consultar al cura local, finalmente los abuelos Álvarez Barragán dieron el visto bueno y la pareja fue bendecida sin plan sobre el número de hijos a procrear.

“Los que Dios nos dé”, pensó Santos.

Al poco tiempo las exigencias económicas lo obligaron a emigrar con todo y familia a Jalisco. De Santa Anita a Tecolotlán; de San Agustín a Juanacatlán, donde llegaron a vivir cuando Saúl era casi un recién nacido, y hasta hace un par de años.

Juanacatlán es una cabecera municipal de 10 mil habitantes ubicada a 60 kilómetros de la capital jalisciense, sobre los márgenes del Río Santiago, un cauce que se convirtió en la alcantarilla de la zona industrial desde la década pasada, cuando los desechos tóxicos sepultaron el turismo de la provincia colonial cuyo atractivo principal era una cristalina cascada.

Pero fue antes del deterioro ambiental cuando Santos abrió la paletería que arrastraba en cada mudanza. Cuando no funcionaba en una comunidad, se iba a otra con renovados bríos.

“A mis hijos les daba un porcentaje por cada paleta que vendían para motivarlos y para que no se avergonzaran”, cuenta el padre de los Álvarez.

Saúl no respingaba. Salía con su caja hielo de sabores para ofrecerlo en los camiones sin ningún complejo, y echaba para adelante; no así en la casa, donde su hermana Ana Elda (la única mujer) pasaba las de Caín para imponer disciplina mientras su madre ayudaba en la economía. “Era tremendísimo [el “Canelo”], hiperactivo y muy travieso”.

La muchacha cerraba con llave la puerta de la casa para que los niños no se salieran a la calle sin hacer su tarea, pero el menor utilizaba el lavadero como escalera para saltar la barda y escaparse para jugar futbol en el Club Reforma o en las “maquinitas” de videojuegos a las que era aficionado.

Caricaturas y caballos eran otras pasiones que al pequeño le robaban la atención de sus deberes, aunque en realidad la escuela no era su fuerte. “Nunca le gustó”, coinciden los padres.

Fue, más bien, un niño saltarín y campirano. El que nadaba en pozos de agua o rescataba potrillos desnutridos para obligar a su madre a comprar leche en la veterinaria.

Tenía ocho años cuando llegó con el equino a casa, rebosante de alegría. “Mamá, mira, lo que me encontré”, dijo a Ana María. “Estaba muy flaquito y me lo traje del campo”.

Una semana después lo regresó al mismo lugar donde lo tomó, pero no fue fácil. Lloró por días. La familia calcula que el desapego a aquel caballo se saldó hasta que, ya como boxeador, pudo comprarse dos ejemplares que llamó Dandy y Bombón.

“Saúl tiene el carácter fuerte, pero también es noble, cariñoso, de buenos sentimientos y muy sensible”, describe Ana Elda, de 34 años.

Ella vio pasar la infancia del menor de los Álvarez Barragán como un soplo de viento que se topa con la pared de la responsabilidad que implica la disciplina de un deporte. Por eso cree que cuando Rigoberto comenzó a entrenar formalmente a Saúl, se cerró el capítulo del niño y empezó el del hombre.

El “Canelo” tenía 14 años cuando sus padres se separaron; a los 15 tuvo un hermanastro (Brian); a los 17 tuvo a su hija; a los 19 se separó; a los 22 acumuló 60 peleas, y a los 23 aspira a convertirse en el mejor boxeador del mundo.

Ana Elda suspira: “Yo no quería que mi hermano pequeño creciera tan rápido, que se fuera tan rápido, pero la vida es así y a Saúl siempre le gustó volarse la barda”.

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