Aquel octubre negro

En la torre que colapsó "vivían" también todos esos cachivaches que nos acompañan en este paseo de día que es la vida

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Crédito: Morguefile

Papeles

Desde mi apartamento en Medellín donde veo pasar el tiempo y el viento, observo también el edificio Space, herido de muerte. Hay un estruendoso vacío en la torre donde alguna vez se alojaron amores, miedos, sustos, penas y alegrías, proyectos, ilusiones, amaneceres, ocasos.

El 12 de octubre colapsó una de seis las torres del edificio, ubicado en una de las lomas de Medellín, en un sector de clase alta. Murieron 11 personas. La torre había sido evacuada días antes.

Una investigación encabezada por la Universidad de los Andes, de Bogotá adelantará la investigación sobre los motivos del desastre.

En la torre que colapsó “vivían” también todos esos cachivaches que nos acompañan en este paseo de día que es la vida: neveras, álbumes con la foto de la primera comunión y del último desamor, sofás para horizontalizar la pereza, la licuadora toreada en mil jugos o cocteles, clósets para esconder amantes, camas para sí fornicar, libros subrayados en párrafos certeros que ahorran visitas al sicólogo.

Todas esas cosas que tomadas de la mano forman la cotidianidad, verdadero regalo de los dioses. Cuando nos falta es como si nos hubieran quitado la escalera. Mientras la tenemos, la cotidianidad es una convidada de piedra, apenas reparamos en ella.

Lo del Space les está ocurriendo a los habitantes del Continental Towers otro edificio que fue evacuado por quebrantos similares.

El tsunami Space nos conmueve y seguirá estremeciéndonos. La tragedia resucitó en mí restos del latín olvidado para rezar un responso apretado por quienes no nos acompañarán más en este valle del Aburrá, asiento de Medellín, convertido en valle de lágrimas, de estupor, de preguntas. Sin proponérselo, los muertos se sacrificaron por quienes seguimos en la brega.

También las mascotas del Space vivieron su octubre negro. Cuando salían de las ruinas en brazos de los rescatistas, daban un perplejo parte de supervivencia. Un gato recién rescatado del mar de concreto parecía proclamar: ¡Y me quedan seis vidas!

¿Preguntas? Todas. Como la del niño de dos años que le pregunta a mamá dónde están sus juguetes. O las que nos hacemos los profanos: ¿Cómo pasan estas cosas si los constructores conocen su oficio? ¿Interventores, diseñadores, arquitectos, curadores, caparon clase en la Universidad en aras del billar? ¿Y de la ética qué?

¿O por ahorrar y aumentar ganancias, los constructores mintieron al escoger materiales? ¿Los calculistas se la pasaban más en el bar o en Lovaina que en el aula? ¿Lo ocurrido no es un memo de la tierra herida en protesta por esa babel de concreto que se construye en las atiborradas lomas?

Mi solidaridad con los afectados que desde la disneylandia de su fugaz hotel de varias estrellas, pagado por los constructores, o alojados en casas de familiares y amigos verdaderos que nunca fallan, observan cómo la cotidianidad, la rutina, se les deslizó de entre las manos. Toco madera para que la recuperen pronto. No solo, en Medellín, en muchas ciudades colombianas se ha desatado una natural paranoia. Aparecen edificios con fisuras aquí y allá. Los propietarios de sectores populares con similares problemas apenas son atendidos.Bienvenida esa paranoia: más vale estar vivos con paranoia, que cargando gladiolos sin ella.

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