Alzhe… no me quieras

Papeles

Hay días que el señor Alzheimer amanece queriéndome más que de costumbre. Me idolatra. Detesto tanto amor porque es cuando pierdo más información. En ese momento le doy autorización para que me odie un poquito. Pero no me para bolas.

Como lo sabe hasta el tío Google, el siquiatra alemán Alois Alzheimer identificó en 1901 el primer caso de demencia senil en una mujer.

Decía Perogrullo que la “sejuela” (se jue la juventud, para los que acaban de llegar) no viene sola. Para mencionar solo una arista, como consecuencia de ella a nuestras espaldas empieza a borrársenos el casete.

Recuerdos, nostalgias, manuales para montar en ascensor, adjetivos y metáforas atrevidas con las que enamoramos a la muchacha que nos quitaba el sueño y el insomnio, versos amables que nos acompañaban a todas partes con la fidelidad del perrito de la Victor, se van volviendo noche en pleno día.

La memoria empieza a trastabillar. Poco a poco se va tornando anoréxica, como los periódicos del martes, o la moral de los corruptos. El individuo se va volviendo espectador de su propio eclipse.

Lo siento pero no se me ocurre nada más sensato que sugerir que le demos una sonriente bienvenida a bordo a ese “olvido que seremos” por cuenta gotas. Y que se irá acelerando porque el alzhéimer —que no se me olvide ponerle tilde a la enfermedad— como la envidia, no tiene reversa.

Empezamos a desaparecer, como dicen en las películas. De pronto olvidamos dónde dejamos los objetos. Las /¿&%$#” llaves, por ejemplo. Menos mal el señor Alzheimer nos permite recordar todavía que esas llaves son para “abrir las puertas de la noche”. O de la casa. O del carro.

Se aproxima uno a los 69 años, como es mi caso, y confunde ese jurásico malabarismo erótico con un semáforo en rojo.

De pronto el norte se nos confunde con el sur, el oriente con el… (¿Cómo se llama ese otro punto, cardenal, perdón, cardinal?). Nos perdemos ante el espejo.

Los adverbios se vuelven verbos y las palabras “esdrujulas” se vuelven graves por una extraña alquimia que se produce en el disco duro.

Los hay entre quienes nos ganamos el pan con el sudor de las falanges que padecemos lo indecible para encontrar el sustantivo o el giro que salvaría del anonimato la nota que escribimos.

Semejante babel de cosas me ha llevado a proponerle un acuerdo sobre lo fundamental al señor Alzheimer. Le he dicho que le autorizo un barrido de datos que ya no me sirven ni para aburrir a un corrupto. Padecemos sobrecarga de información.

Por ejemplo, le vendo, “dono en usufructo o regalo” poemas como “El brindis del bohemio”, “El seminarista de los ojos negros”, el “Patria, te adoro en mi silencio mudo…”, discursos y promesas que se oyen en las campañas políticas.

A cambio, le sugiero que no me prive de información privilegiada que me sirve para seguir gozándome este valle de lágrimas y de risas que está plagado de piratas cibernéticos que se empeñan en averiguar nuestros mejores y peores pensamientos. Pero Alzheimer no sabe, no responde. O todas las anteriores. O perdió la memoria.

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