Los nómadas del semáforo

No van por la fama sino por la lana. No buscan la inmortalidad, prefieren la eternidad de los segundos

El espectador del semáforo es displicente, arrogante, desconfiado, avaro.

El espectador del semáforo es displicente, arrogante, desconfiado, avaro. Crédito: Archivo/Ciro Cesar / La Opinión

Le ponen vida, encanto, sabor, arte, magia, suspenso a la calle. Mientras el semáforo trata de aconductar el despelote vehicular, los artistas del semáforo realizan su trabajo.

Con sus cabriolas alegran —y mejoran- la calidad de vida de la estresada feligresía, de mal genio a causa del intenso tráfico urbano, reencarnación de las plagas de Egipto.

La vida laboral de esta población móvil se mide en segundos: los que tarda el semáforo en “travestirse” de un color al otro.

Los reyes del rebusque, como se les denomina en Colombia, no van por la fama sino por la lana. No buscan la inmortalidad, prefieren aprovechar la eternidad de segundos que hay entre el verde y el rojo para impresionar al respetable público y facturar. (El amarillo, color “por el cual se podría cometer un asesinato”, dejó de existir en muchos semáforos para despiste y desventaja de los andariegos).

Los artistas a puro pulso convierten el semáforo en una réplica proletaria del circo del sol … del sol que alumbra para todos.

La seguridad social los ignora. No cotizan para pensión. Se enferman de lo que pueden, no de lo que quieren. Ni pensar en un seguro exequial que se ocupe de sus restos al momento de partir.

A muchos virtuosos se les va la mano en arte y apenas dejan tiempo para pasar el sombrero. La volátil clientela aprovecha para fugárseles a los damnificados por la economía informal que llaman los economistas.

Se juegan el pellejo en cada actuación. No hay tiempo qué perder para convencer al caminante de que debe redistribuir el ingreso con quienes engordan las frías estadísticas del desempleo.

El espectador del semáforo es displicente, arrogante, desconfiado, avaro. A pesar de todo, los artistas tienen claro que si no exhiben sus destrezas, tampoco habrá pan en su mesa; la cuenta del agua no se paga parándose en las pestañas.

Lo ideal sería que la moneda que sudan viniera acompañada de salarios en especie como el aplauso y la sonrisa. No solo del “poderoso señor Don Dinero” vive el artista callejero.

Muchos habituales del semáforo, magos de la mercadotecnia, se la juegan por la atención personalizada. Por eso ejecutan sus precarias destrezas ante los pasajeros de un solo vehículo.

A veces la oferta es variopinta: el viajero no sabe en quién concentrarse. Si se organizaran, sería mejor para el ninguneado colectivo que tiene una dura competencia: vendedores de baratijas, confites, ilusiones o quienes limpian a la brava los vidrios de los carros.

Conductores hay que se hacen los desentendidos. O atisban con el rabillo del ojo. No “viendo” se sienten exonerados de la reciprocidad económica.

Los hay que suben raudos el vidrio del vehículo para crear un infame muro de Berlín entre ellos, mimados por la fortuna, y los informales que pasan las duras y las maduras.

Agradecimientos y felicitaciones para los nómadas del semáforo. Prometo no hacerme más el loco, disfrutar del espectáculo y pagar la entrada

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