De crisis políticas y efectos efímeros

Los movimientos de protesta por los escándalos de corrupción en Guatemala no promoverán cambios a largo plazo sin el consenso de metas entre los diferentes grupos de la sociedad civil.

Manifestantes celebran la renuncia de la vicepresidenta de Guatemala, Roxana Baldetti.

Manifestantes celebran la renuncia de la vicepresidenta de Guatemala, Roxana Baldetti. Crédito: EFE | EFE

Desde abril queda claro que en Guatemala está intacta (al menos en gran parte) la libertad de protestar en las calles por todo lo que no funciona en el país. Las manifestaciones callejeras están a la orden del día desde que estalló el escándalo de corrupción que llegó hasta las gradas de la Vicepresidencia, y que involucró (entre otros elementos) el robo del 30% de ingresos fiscales en las aduanas.
Después de tres años y medio de soberbia y megalomanía, rodó la cabeza de la ahora ex vicemandataria Roxana Baldetti. Algunos dicen que la presión popular la empujó a renunciar el 8 de mayo pasado. Pero se requerió más que eso. Ella cavó su tumba desde temprano. Así se colocó en la mira de Estados Unidos y la Comisión Internacional Contral la Impunidad (CICIG). No por nada anunció la CICIG en 2013 que investigaría la corrupción en las aduanas y el financiamiento de las campañas políticas, y Baldetti y el presidente Otto Pérez Molina saltaron en sus mullidos sillones. Pidieron (en vano) a la CICIG que cerrara sus investigaciones y se dedicara sólo a capacitar personal del Ministerio Público (MP).
El Presidente todavía tuvo el hígado de enojarse porque en 2013 Guatemala estaba en el 30% de los países percibidos como más corruptos, según el Índice de Percepción de Corrupción de Transparencia Internacional.
El caso de aduanas, y otro escándalo de corrupción del seguro social, tocaron al sector privado (alguien pagaba los sobornos) y a funcionaros de confianza del Ejecutivo. Ante la indignación de la sociedad civil, y sin otra alternativa, sólo le quedó a los empresarios decir que se sumaban a la cruzada anti-corrupción para salvar la cara. Pero el mérito es de la CICIG y el MP, con un (a ratos discreto, a ratos directo) respaldo de la comunidad internacional. Luego, el hastío popular le dio legitimidad a esta cruzada. La realidad es que el sector privado se metía a la cama con el gobierno, que ya le había hecho el favor de hacer aprobar en 2012 una blanda reforma fiscal sin colmillos ni uñas, con espacios para la evasión fiscal y exenciones fiscales generosas.
Esta semana, Pérez Molina ya iba camino a que el Congreso decidiera si le retiraban la inmunidad cuando la Corte de Constitucionalidad aceptó provisionalmente un amparo en favor del mandatario, frenó el proceso, y le paró el carro a quienes esperaban verle correr la suerte que Baldetti. Pero el augurio ya era malo cuando la CICIG y el MP anunciaron que no tenían investigación alguna abierta contra el mandatario.
¿A dónde se va con todo esto? A recalcar que las masivas manifestaciones populares pueden ayudar a precipitar cambios con efectos efímeros (la salida de uno o varios funcionarios), a menos que converjan los intereses de varios sectores de la sociedad hacia una meta común: limpiar el sistema y contar con líderes políticos honestos.
En 1979, en Nicaragua, cayó el gobierno de Anastasio Somoza, la meta común de los sandinistas, la sociedad civil, y el empresariado (este último, contrariado porque Somoza favorecía sus propias empresas en detrimento de las competidoras de la élite empresarial). Lo que siguió fue muy distinto a lo ambicionado por los empresarios y hasta por un sector de los sandinistas, pero el cambio radical ocurrió. Entre los años 70 y 90 nunca ocurrió esa gran coincidencia de sectores en Guatemala, y el conflicto armado se extendió 36 años. Luego, lograr la firma de la paz “firme y duradera” en 1996 no bastó para unificar esfuerzos hacia el bien común.
La frustración ante necesidades básicas insatisfechas no demoró en mostrar sus síntomas. Casi 20 años después, en mayor o menor grado, el espíritu de protesta sigue intacto. Así lo demostraron las concentraciones masivas frente al Palacio Nacional para exigir la renuncia de Baldetti y Pérez Molina—quien ya anunció que no piensa dejar el puesto. Pero sin un liderazgo sólido que capitalice el movimiento popular, y sin una voz cohesiva en la sociedad civil para promover transformaciones reales, pocos cambios se pueden esperar.
En su teoría “¿Por qué los hombres se rebelan?”, el politólogo estadounidense Ted Gurr concluyó que lo hacen cuando falta empleo, justicia, salud, seguridad. Razonó que protestar en las calles sirve de catarsis, pero no produce cambios a largo plazo a menos que líderes que ayuden a poner en marcha cambios significativos canalicen el movimiento.
En Guatemala, se trata de eliminar una estructura corrupta que existe al menos desde los años 70. Se habla de reforma de leyes pero no se cumplen las que ya existen. Empeora el panorama que, en un año electoral, los guatemaltecos estamos otra vez ante el panorama de votar (el 6 de septiembre) por el menos peor.
La salida de Baldetti apaciguó la ira de quienes estaban hartos de sus excesos y de cuanto sus declaraciones desnudaban: ella pensaba que los guatemaltecos somos unos soberanos idiotas. Sólo eso explica que dijera cosas como que el hospital estatal para enfermos mentales “está re-bonito” (cuando es un desastre), que es más caro viajar a Petén (norte de Guatemala) que a Europa, que el Lago de Amatitlán está limpio (cuando está contaminadísimo), que ella pidió que se investigara a la estructura de corrupción en aduanas, o que al conocer que en las escuchas telefónicas que hizo la CICIG se escuchó a un sujeto referirse a “La dos”, “la Señora”, “La ‘R’”, Baldetti dijo que podría tratarse de la esposa del mandatario, Rosa Leal. Y pensar que Pérez Molina le dijo a Univisión hace dos años que “metía las manos al fuego” por su vicepresidenta. Y ahora, nadie da ni cinco centavos por él.
Hoy urgen cambios de fondo. Pero sólo el tiempo dirá si el país está listo para eso, y si madura de las manifestaciones callejeras a tomar acciones que impulsen cambios duraderos—para bien.

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