El extraño caso del buzo peruano que tiene el cuerpo “inflado” desde hace cuatro años
"La gente se para a mirarme como a un animal raro", dice Alejandro Ramos. Su cuerpo comenzó a hincharse minutos después de bucear
Minutos después de haber salido a la superficie, el cuerpo de Alejandro Ramos empezó a hincharse y así se ha mantenido durante los últimos cuatro años.
No llega a los 1,60 metros de altura, pero viste camisetas gigantes que parecen sacadas del uniforme de un jugador de fútbol americano.
Sus hombros apenas caben en ellas y la chaqueta azul que le resguarda del frío en invierno se la debe a un amigo que le añadió retazos del mismo color para que sus brazos pudieran entrar en las mangas.
Ramos, o como lo llama su familia, Willy, muestra la prenda con una mezcla de orgullo y cariño en la habitación del Centro Médico Naval que ocupa desde diciembre, cuando la Marina de Guerra del Perú le ofreció estudiar su caso.
Hasta entonces, apenas había recibido tratamiento ante la falta de dinero… y la vergüenza de salir a la calle con su nuevo cuerpo.
Del codo para abajo, sus brazos podrían pasar como los de cualquier hombre sano de 56 años.
Son sus bíceps, con un contorno de 62 y 72 centímetros cada uno, los que hacen que se posen sobre él todas las miradas.
De cada codo nace un bulto que tiene encima otro aún más grande que se funde con los hombros.
Sus pectorales, inflados, cuelgan sobre un estómago que, al igual que la espalda, caderas y muslos; también presenta un volumen mayor al que debería.
Al factor estético se suman el dolor de huesos que le impide caminar con normalidad y el silbido que emite su pecho cada vez que respira.
Willy está convencido de que todos estos males son las secuelas de un accidente laboral que tuvo a finales de 2013 mientras buceaba a más de 30 metros de profundidad en busca de choros, el nombre que reciben los mejillones en Perú y otros países de Sudamérica.
De ser cierto, su caso sería único e inédito en la historia del buceo.
Hasta que la vejiga aguante
El choro se fija con dureza a superficies como barrancos y peñascos gracias a una secreción llamada biso.
Los buzos mariscadores que trabajan de manera artesanal, como Willy, pasan largas horas despegándolos y recolectándolos antes de poder retornar a la superficie.
El tiempo que permanecen sumergidos bajo las frías aguas de la corriente de Humboldt lo determina la “necesidad de orinar”, explican a BBC Mundo varios buzos de Pisco, la ciudad pesquera a 230 kilómetros al sur de Lima donde vive Willy.
Él asegura que podía aguantar hasta ocho horas. “Algunas veces subí a orinar, pero para mí era perder el tiempo”, recuerda.
Dar libertad a la vejiga en las profundidades del océano no es una opción cuando uno lleva puesto un traje hecho con cámaras de llantas de camión.
“Si entra una gotita de agua por un huequito, nos mojamos toditos”.
Los buzos más jóvenes prefieren los de neopreno, que cuestan un promedio de US$200 pero que a un mariscador no le duran ni cuatro meses, según Enrique Quino, el artesano de Pisco que desarma ruedas gigantes en busca de caucho para fabricarlos.
Él, en cambio, cobra US$183 por un equipo que, según afirma a BBC Mundo, les servirá entre tres y cuatro años.
Está compuesto por una chaqueta y un pantalón tan amplios que dentro cabe el mariscador y varias capas de ropa de abrigo.
Incluye aletas, una careta, un cinto de jebe y un cinturón con más de 20 kilos de plomo que les ayuda a hundirse en el agua.
Así iba vestido Willy cuando, cerca de las tres de la tarde, casi al final de su jornada laboral, sintió que la delgada manguera que llevaba en la boca empezaba a robarle el aire en vez de dárselo.
“Todo buzo sabe lo que eso significa”.
El accidente
Un buzo nunca sale de pesca solo.
Varios metros sobre su cabeza, uno o más tripulantes se encargan de recibir el producto recolectado y de alimentar con gasolina cada 90 minutos una máquina.
Esta comprime aire y se lo envía al buzo a través de una manguera que ha de ponerse directamente en la boca, ya que la mayoría de mariscadores peruanos no cuentan con reguladores, un accesorio que les garantizaría entre 10 y 15 minutos de oxígeno en caso de emergencia.
Aquella tarde, una lancha se acercó demasiado a la embarcación para la que Willy trabajaba y donde su hijo y otro compañero le esperaban.
La maniobra provocó que una hélice rompiera la manguera y condenó al buzo a tener que subir de golpe 36 metros.
Un trayecto de pocos minutos, pero que podía haberle costado la vida.
El peligro del nitrógeno
“Cuando buceamos, estamos a mayor presión y eso hace que el oxígeno y el aire sufran cambios físicos”, explica Raúl Alejandro Aguado, médico subacuático del Centro Médico Naval.
El aire está compuesto en un 78% por un gas que el cuerpo humano no utiliza: el nitrógeno.
La presión del fondo del mar hace que este se disuelva y busque refugio en el tejido graso.
Pero, durante el regreso a la superficie, el nitrógeno se mete en el sistema sanguíneo, donde comienza a retomar su condición gaseosa.
Por eso, los buzos necesitan subir a tramos, con paradas cada cierto tiempo.
Un ascenso rápido puede empujar al nitrógeno a crear burbujas demasiado grandes que obstruyan la circulación de la sangre, lo que recibe el nombre de síndrome por descompresión.
Una subida lenta, en cambio, le da al gas el tiempo suficiente para viajar por los vasos sanguíneos, mientras aún tiene poco volumen, hasta llegar a los pulmones, que lo expulsarán del organismo.
Existen tablas que indican cuántos minutos y hasta horas se deben dedicar al ascenso en función del tiempo y la profundidad a la que se ha estado sumergido.
Los médicos que lo vieron en un principio pensaron que el nitrógeno se había quedado atrapado en su cuerpo.
De no seguir este proceso, el nitrógeno se puede expandir en lugares como los huesos, lo que puede ocasionar osteonecrosis, la muerte del tejido óseo por falta de irrigación.
La enfermedad descompresiva presenta como síntomas la hinchazón, los dolores de cabeza y la fatiga.
Pero en los casos más graves puede provocar una embolia y hasta una tromboembolia, dos accidentes cardiovasculares que pueden acabar en parálisis e incluso, en la muerte.
42 metros bajo el agua
Willy se quedó cojo a los 30 años, poco después de haber decidido seguirle los pasos a su padre y dedicarse al buceo marisquero.
“Pero eso es normal que le pase a los buzos”, afirma.
En aquella época, sus compañeros lo llamaban “pampito” porque no se atrevía a bajar muy hondo (los pescadores peruanos llaman “pampa” a la parte poco profunda).
“Pero mi hijo mayor era asmático y sufría ataques. Con las justas respiraba”.
Así que comenzó a adentrarse más en las aguas de Pisco para encontrar más marisco y poder pagar su tratamiento, ya que al ser artesano, carecía de seguro médico.
“En la época de mi padre todas las islas de Pisco tenían choros. No necesitabas bajar a más de 14 metros. Ahora sólo crece hasta los 25 metros”, lamenta Willy.
Esta es la profundidad a la que los buzos despegan los choros. Pero luego deben descender aún más para recogerlos. A veces, hasta 42 metros.
“Tenemos que arriesgarnos, si no, no ganamos”.
“Deforme”, pero vivo
El día del accidente, cuando Willy por fin salió a la superficie tuvo que recurrir a una maniobra de emergencia que utilizan los buzos artesanales.
Consiste en volver a sumergirse a la misma profundidad y ascender, esta vez sí, respetando las paradas de seguridad.
“Es como retomar una descompresión que fue omitida”, explica Aguado. “Ayuda en algo… pero no es muy seguro porque, ¿qué pasa si el buzo pierde el conocimiento en el agua? Se puede ahogar”.
El mariscador asumió el riesgo y se hundió una vez más en el mar con la compresora que le prestaron los pescadores de una lancha cercana.
Pero los hombres estaban impacientes.
Ya habían terminado su jornada de pesca, así que tenían que ir al puerto a intentar vender la mercadería.
Al poco tiempo, las prisas pudieron más que la solidaridad y se fueron, dejando al buzo sin compresora.
Así fue como Willy sólo pudo completar los primeros 30 minutos de las dos horas que, según las tablas de descompresión, debería haber dedicado al ascenso.
Llegó al hospital de Pisco “hinchado como un camote”, recuerda.
“Me he salvado de milagro. Agradezco a Dios que, bueno, me deformó pero estoy vivo…”.
“Aunque a veces me entra una depresión que quisiera no estar aquí porque sé que me estoy convirtiendo en una carga”.
Un tratamiento a ciegas
Willy intentó buscar una cura a su hinchazón durante los primeros meses después del accidente, pero no pudo costearla por mucho tiempo.
Los doctores, que no habían visto nunca un caso parecido, le pedían al menos una resonancia magnética para ver qué había debajo de esa gran masa de carne que le hacía cargar con 30 kilos de más.
Pero se trata de una prueba cara que se debe hacer en una parte del cuerpo a la vez.
Sólo en el hombro, le hubiera costado al menos US$150, una cantidad enorme para alguien sin ingresos.
Incluso con empleo hubiera tenido problemas para pagarla: como buzo, había veces en las que no ganaba más de US$30 en dos días.
Sin resonancia, los facultativos por los que pasó trabajaron a ciegas y atribuyeron la inflamación a la enfermedad descompresiva.
Así que le recetaron el tratamiento tradicional: la cámara hiperbárica.
El oxígeno como medicina
Los buzos saben que la mejor arma contra el síndrome de descompresión es una especie de habitáculo en el que se aumenta la presión atmosférica y donde se respira oxígeno puro.
Así, el gas logra alcanzar zonas dañadas donde ya no podía llegar de forma natural.
El aparato recibe el nombre de cámara hiperbárica y, según Aguado, a veces incluso consigue “crear vasos sanguíneos donde antes no existían”.
El Hospital San Juan de Dios de Pisco cuenta con dos porque el Consorcio de Camisea, que lidera la petrolera argentina Pluspetrol, las donó con el fin de beneficiar al colectivo de buzos de artesanales de la región.
Pero el precio de las sesiones disuade a los mariscadores.
Pedro Espinoza Aguilar, un buzo de 58 años que aún ejerce pese a la cojera que le causó el síndrome por descompresión, admite que la cámara brinda un alivio “momentáneo” al dolor de sus huesos “careados”.
“Pero es muy costoso… Hay que hacer un montón de papeleos y a veces no tenemos tiempo porque nosotros vivimos del día: si trabajas, tienes. Si no trabajas, no”.
La mayoría piensa como él, así que sólo recurren a la medicina hiperbárica en casos de emergencia.
Willy, que ya no puede trabajar, asegura que le pedían 80 nuevos soles (US$25) por sesión.
Su médico pudo convencer alguna vez al hospital de que le permitiera darle sesiones sin cobrarle. Pero era una tarea difícil.
“Ni siquiera por ser un caso inédito me atendían (gratis)”, se queja el buzo.
“¡Estás horroroso!”
Si bien puede dejar secuelas de por vida, la enfermedad descompresiva en sí nunca es crónica, afirma Aguado.
Incluso sin tratamiento, el cuerpo de Willy debería haber vuelto a la normalidad poco tiempo después del accidente.
Ver que los médicos no sabían qué le pasaba y que intentar averiguarlo iba a resultar muy caro, empezó a desanimar al buzo.
Pero lo que terminó de hundirlo fue la llamada telefónica de una antigua novia: “Oye, te he visto en el hospital. ¡Pucha que estás horroroso, cómo has quedado! ¡Pasu macho! ¡Qué pena!”.
“Todo se paga, todo da vueltas”, comenta el mariscador, que, décadas atrás, tenía planeado casarse con ella… Hasta que decidió dejarla por otra joven.
“Estará contenta de que yo ahora esté así…”, suelta con más resignación que tristeza.
La mujer había visto fotos suyas en el pasillo del Hospital San Juan de Dios de Pisco, que las había expuesto para explicar qué era la enfermedad descompresiva. Según Willy, sin su permiso. La institución no quiso responder a BBC Mundo sobre este punto.
Aquella conversación deprimió tanto al mariscador, que dejó de salir a la calle.
“Durante tres años he recibido llamadas de varias personas: ‘Que estás hecho un monstruo, cómo te has deformado…”, cuenta.
“Me entró una depresión… Que la gente te ponga calificativos y te vea con lástima… Pasaron ideas por mi cabeza…”
¿Descompresión o tumor?
Durante cuatro años, Willy sólo se dejó ver cuando visitaba a sus hermanos o, en ocasiones, cuando se acercaba a la playa a horas poco concurridas para ver el mar.
“Casi no salgo a la calle porque me da vergüenza que la gente se pare a mirarme como a un animal raro”, confesó en septiembre por teléfono a BBC Mundo desde su casa, en Pisco.
Ahora que un equipo de médicos estudia su caso, asegura haber recibido una “inyección de ánimo” y que la “psicosis” ya ha pasado.
Su aparición en un programa de televisión peruana hizo que el Centro Médico Naval se enterara de su caso y le ofreciera atención gratuita.
Así que, en las últimas semanas, a Willy le han hecho todas las resonancias magnéticas, ecografías y estudios de medicina nuclear que tanto necesitaba.
Aunque, de momento, sólo recibe tratamiento para el dolor porque los doctores no quieren dar por sentado que su problema haya sido causado por el buceo e intentan llegar a un diagnóstico preciso.
Según los primeros resultados, lo que deforma su cuerpo no sería gas atrapado, como se pensaba hasta ahora, sino grasa que se desarrolla a partir de la hipodermis, la capa más baja de la piel, explica Aguado.
El facultativo cree que sería “imprudente” adelantar conclusiones, pero ante la insistencia, admite que se puede tratar de una especie de tumores de grasa.
“Si es así, podría ser una enfermedad congénita que no se había manifestado hasta, coincidentemente, el accidente”.
Otra posibilidad “más alejada”, dice, es que sea una “secuela de buceo nunca antes vista”.
Pero sí concluyó que el mariscador necesita con urgencia un trasplante de cadera, ya que su osteonecrosis está demasiado avanzada.
La institución lo operará gratis, pero el buzo debe conseguir la prótesis por sus propios medios.
Willy tiene la esperanza de que alguna ONG o entidad privada se la done tras saber de su caso.
El fin de una carrera
Mientras tanto, el buzo aprovecha los días libres que le dan de vez en cuando los médicos para viajar a Pisco. Allí, pasa tiempo con su familia y se acerca al puerto a recordar sus días de buzo.
Lo hace siempre un lunes, miércoles o viernes: los días en que los mariscadores van al terminal a vender su producto.
Entre mallas llenas de choros, caracoles, almejas y cangrejos; se puede ver a Willy caminando con dificultad. Aunque no es el único.
A medida que avanza la tarde, bastones y hasta una silla de ruedas se dejan ver dentro del terminal pesquero: son los buzos retirados, que arrastran las secuelas de la enfermedad por descompresión.
Van al puerto a mendigar “propinitas” o un poco de marisco para luego venderlo y tener así algún ingreso, ya que su oficio artesanal no les da derecho a una pensión por jubilación.
“Así es como acabamos los buzos. Todo porque el Estado no se preocupa por nosotros”, lamenta Willy.
Él tiene la suerte de contar con muchos hermanos que se ocupan de él y lo mantienen. Pero, aun así, anhela volver a sumergirse en el mar.
“Yo pienso seguir buceando porque, además de mi fuente de ingresos, era mi hobby, como se dice… A mí me encanta bucear”.