Paro Nacional | “En Colombia al pobre siempre le quitan, siempre le han robado”: la angustia de una familia que resume parte de los motivos de las protestas
Este martes 20 de julio se reanudan las protestas en Colombia. BBC Mundo entró a la casa de una familia promedio colombiana cuyas dificultades resumen las demandas de las manifestaciones.
Edilma Henao y Fidel Martínez, los padres de una familia colombiana, lamentan no haber podido salir de la pobreza tras décadas de trabajo y esfuerzo.
Su apartamento, en el pobre e inmenso municipio de Soacha, al sur de Bogotá, tiene cuatro espacios en una casa de paredes descascaradas: un patio de ropas descubierto, una cocina, un cuarto con dos camas dobles y una sala con tres sillones, un tocador de maquillaje, un televisor y un equipo de sonido.
La calle del frente está sin pavimentar, cuelgan cables de electricidad y no muy lejos hay una cancha deportiva donde cada tanto, incluso cuando estuvo BBC Mundo, se arman peleas entre bandas armadas.
En 1989, Edilma y Fidel salieron del campo, donde trabajaron desde niños como recolectores de café, hacia Bogotá. Buscaban una vida menos informal, que no los obligara a desplazarse todo el tiempo y les permitiera un futuro estable.
Hoy viven con sus hijos, Sandra y Juan Diego, bajo la angustia de tener que racionar la comida antes de cada quincena y ante la emergencia de un movimiento de protesta que pide un país menos hostil para gente como ellos.
Todos en esta casa apoyan las protestas antigubernamentales que sacudieron a Colombia desde el 28 de abril y prometen reanudarse este 20 de julio, fecha que celebra la independencia del país.
Pero no solo marchan colombianos pobres como los Martínez-Henao, sino una multiplicidad de sectores que se unificaron en el grito de protesta más importante de la historia reciente del país.
“Uno de viejo pa’ salir a volear (tirar) piedra es muy berraco (difícil)”, dice Fidel, sentado en la panadería de una bulliciosa calle comercial de Soacha. “Pero apoyamos, claro, porque en este país al pobre siempre le quitan, siempre se aprovechan, siempre lo han robado”.
De 61 años y próximo a pensionarse, Martínez mira al pasado y, mientras saborea una bebida de malta, asegura que pudo haber sido “más inteligente” en los cortos momentos que acumuló dinero para invertirlo.
“Pero es que es muy difícil”, añade, “porque uno no sabe pensar y no hay nadie que le ayude a uno, ¿no ve que acá han hecho siempre lo que les da la gana con el pobre?”.
La vida contra “el sistema”
Juan Diego Martínez, el hijo menor, de 23 años, es parte del movimiento de protesta que espera retomar las calles este martes. No es “primera línea”, como se hacen llamar los integrantes del ala más radical, pero adhiere a las marchas con su presencia y sus simbólicos métodos de protesta: grafitis, asambleas y calcomanías que denuncian atropellos del Estado.
“El Paro (Nacional) nos afectó“, dice, “porque mi cucha (madre) tiene problemas para llegar al trabajo, ha llegado a demorarse cuatro horas a la casa por la noche por los bloqueos, y porque se subieron los precios de los alimentos”.
“Pero el Paro también me dio trabajitos de pintura y me ayudó a pensar mejor”, añade, en referencia al activismo político y un emprendimiento textil para raperos que recoge la estética de los manifestantes.
Ahora sueña comprarle una casa a su mamá en el corto plazo y luego viajar por el mundo pintando —ilegalmente— trenes, metros y buses.
Este es, probablemente, el mejor momento de una corta vida llena de episodios traumáticos.
A los 12 años, Juan Diego se salió del colegio privado para poder ayudar a su familia cuando estaban a punto de perder la casa.
Luego entró a otro colegio, público, y lo sacaron por un lío de venta de droga.
Sin graduarse, fue a trabajar en una fábrica de acero. Poco después, ya un ávido consumidor de bazuco, la pasta base de la cocaína, cayó en depresión cuando su novia quedó embarazada de otro hombre.
Entonces se fue para la tierra natal de sus padres, el montañoso eje cafetero, a ejercer el mismo trabajo que ellos, antes, quisieron abandonar.
Allí trabajaba 16 horas al día y consumió más droga que nunca porque, dice, “los jefes nos querían enviciados, para así explotarnos, ¿sí me entiende?”.
Cuando volvió a Bogotá, traído por un primo que lo vio flaco, pálido y descarriado, la búsqueda de esa misma novia, que había perdido el bebé, lo llevó a vivir por tres meses en el Bronx, una sórdida zona roja de consumo y prostitución.
Enviciado, separado de sus padres y perseguido por un grupo de amigos con los que había peleado a cuchillo, Juan Diego decidió enfilarse en el ejército, una práctica común en jóvenes vulnerables.
En un año aprendió a nadar y a disparar y patrulló enormes extensiones de tierra en la frontera con Venezuela. Eso lo curtió en las lógicas de una institución para él corrupta.
“Ahí hay mafias para todo, desde el abastecimiento de comida hasta el rol que le pongan”, dice. “Yo me las arreglé, entré en eso, logré conseguir drogas ahí dentro, pero los comandantes igual me la montaron, me torturaron con pruebas como llenar baldes con una cuchara, y eso me terminó quebrando otra vez”.
Hace tres años está de vuelta en las calles de una Bogotá transformada por vigorosos movimientos culturales y de protesta.
Pero su relación de choque con “el sistema”, con la policía, sigue siendo conflictiva.
Las multas suman una deuda de 11 millones de pesos (US$3.000) al Estado por grafitear bienes públicos, no ponerse el tapabocas o colarse en el servicio de transporte, prácticas que hace no por necesidad, sino en forma de protesta.
Juan Diego, noble de carácter pero violento en sus arranques, es uno de los pocos bogotanos que uno ve sin mascarilla, incluso puesta en la quijada. La omite porque, según él, “el covid es un arma biológica para someternos”.
“Y si me vacuno”, añade, “es dejar atrás todo lo que hemos peleado, es doblegarme”.
Una historia entre tantas
Lograr que los Martínez-Henao me abrieran las puertas de su casa no fue fácil. Una decena de familias en situaciones similares se negaron por miedo a ser judicializados, perseguidos por la policía, sancionados en el trabajo o expuestos en su auténtica vulnerabilidad.
En una sociedad tan clasista como la colombiana la pobreza suele ser, también, un motivo de vergüenza. Sandra, la hermana mayor de Juan Diego, se negó a hablar conmigo porque no quería “victimizarse”, porque no quiere “darle lástima a nadie”.
Pero la historia de su familia es la historia de millones. La misma que inspira a miles a protestar por un país menos excluyente.
Fidel dejó el campo lleno de esperanza para encontrarse con una situación similar en la ciudad: dejó la informalidad del andariego, la mano de obra vulnerable del café, que como un minero va de pueblo en pueblo ganando y gastando, para encontrarse con la precariedad del obrero, que expone su salud física a cambio de un salario que no alcanza y un contrato que no lo protege.
“La única gente que yo he visto que protege a los trabajadores en este país son, perdóname decirle, la guerrilla, que cuando yo andaba de andariego al menos hicieron que no nos obligaran a trabajar 15 horas al día”, señala.
Durante 17 años Fidel trabajó en una fábrica de muebles de la que, asegura, fue echado con el 50% de la indemnización. Después estuvo cinco años en una empresa de lácteos donde, cuenta, se cortó un dedo sellando bolsas de leche y se lesionó la espalda cargando cajas de hasta 50 kilos en un edificio que no tenía ascensor.
Intentó demandar a la empresa, pero los dueños tenían su defensa blindada ante la justicia. Y Colombia, recuerda, prácticamente no tiene sindicatos.
Hoy su vida transcurre en salas de espera, haciendo trámites para poder tratar y pagar sus problemas de rodilla, cadera, espalda y corazón.
Ya puede empezar a hacer la gestión de la pensión, pero le preocupa el proceso porque no tiene cómo pagar un gestor o un abogado.
La angustia de no llegar a la quincena
Fidel y Juan Diego, aunque duermen en el mismo cuarto, suelen estar de pelea. El padre le critica al hijo que sea “grosero” y se “exponga y meta en problemas de manera innecesaria”. El hijo le critica al padre que no entienda su activismo y dedique tanto tiempo y dinero a apostar en casinos.
En el medio están Edilma y Sandra, que trabajan en la misma empresa textil y pagan las cuentas de la casa. En horarios diferentes, a veces en jornada continua de domingo a domingo, las mujeres de esta casa pasan un promedio de cuatro horas al día yendo y viniendo de una empresa que sanciona los retardos de 10 minutos.
Su estrategia hacia el futuro no es la confrontación y la queja que dominan el discurso de los hombres, sino omitir las críticas y producir y vivir bajo la filosofía del pragmatismo.
“Cada dos semanas temo que no podamos llegar a la quincena (fecha de pago) con comida en la nevera”, dice Edilma. “Ya hoy, que es 11 (de julio), uno no tiene para comer carne y empieza a aumentar el arroz y la papita y si acaso un huevo”.
De 56 años y empleada hace 22 en la textilera, no ve todo este tiempo como “desaprovechado, porque se aprende y conoce gente buena, pero sí es verdad que no ha habido la posibilidad de salir adelante”.
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