Elvira Arellano, 20 años de pelear contra las deportaciones

Elvira Arellano es una mexicana que con su activismo por los Derechos Humanos ayuda a migrantes para evitar que sean maltratados y deportados

Elvira Arellano en el río Usumacinta, frontera entre México y Guatemala

Elvira Arellano en el río Usumacinta, frontera entre México y Guatemala. Crédito: Gardenia Mendoza | Cortesía

MEXICO.- De pie, sobre la lancha de motor que partía en dos las turbias aguas del río Usumacinta, Elvira Arellano se dirigió al conductor: “Acelera un poco más”. 

El viento le pegó en el rostro y la coleta de su cabello se extendió en una revuelta contraria al viento, como si quisiera quedarse atrás, en el lado guatemalteco y no en la frontera mexicana que se veía cerca de su objetivo.

El lanchero aceleró y poco a poco se vio con más claridad otra barca que la mujer pretendía alcanzar. En ésta viajaban unos 30 centroamericanos que llegarían indocumentados al estado de Tabasco, México.

Cuando estuvo a menos de un metro de distancia, Elvira Arellano levantó el megáfono que cargaba con la mano derecha y vociferó: “Muchachos, ustedes tienen derechos humanos, la migración es un derecho”.

El conductor apagó el motor y la lancha comenzó a tambalearse. Ella resistió el vaivén.  “Los policías en México no los pueden intimidar”, agregó.

Metió las manos en el morral que le atravesaba el torso. Sacó unos folletos con el logo de la Comisión Nacional de Derechos Humanos mexicana. En ellos se explicaba que la legislación impedía el encarcelamiento de indocumentados desde 2011 y se incluía una lista de albergues y números de emergencia.

Elvira Arellano los repartió entre los viajeros. Ellos reían nerviosos, miraban al piso o al horizonte que los llevaría hasta Estados Unidos en busca de una oportunidad.“No tengan miedo”, remató ella en aquel verano de 2012.

Elvira Arellano poco después de entregar los boletines informativos de la CNDH. Foto: Gardenia Mendoza.

Había llegado hasta el río fronterizo procedente de su tierra: Michoacán, donde vivía desde la deportación de Estados Unidos en 2007 tras reactivar el “Movimiento Santuario”. 

El Movimiento Santuario surgió en marzo de 1982, cuando un grupo de líderes religiosos y miembros de la Iglesia Presbiteriana del Sur en Tucson alzaron su voz y desafiaron al Gobierno federal. 

Estaban dispuestos a violar las leyes migratorias para proteger en esta iglesia a inmigrantes provenientes de países centroamericanos que escapaban de la violencia.

Esta decisión fue una respuesta a la muerte de 13 inmigrantes indocumentados procedentes de El Salvador que fueran abandonados por los traficantes de personas en el desierto de Arizona. Otros 13 que sobrevivieron fueron puestos inmediatamente en proceso de deportación.

Estos casos atrajeron la atención de varias iglesias en Arizona que se unieron para dar ayuda a los refugiados centroamericanos que corrían un peligro de muerte si eran regresados a sus países.

No se sabe con exactitud cuántos inmigrantes fueron protegidos en ese contexto pero una de las abogadas que participaron en el movimiento calculó que representaron a más de 3,000 casos.

Posteriormente, una ley creada a raíz de los atentados del 11 de septiembre de 2001 prohibió al Gobierno irrumpir en iglesias, escuelas y hospitales a menos que haya una persona armada disparando en esos lugares. 

Para evitar su deportación, Elvira Arellano se apegó a esta ley y se encerró en la Iglesia Metodista Unida Adalberto, ubicada en un barrio puertorriqueño de Chicago, donde la acogieron en 2006. Pronto su caso se politizó y levantó una aguda polémica entre los defensores de derechos de los migrantes y los radicales opuestos. Un año después la expulsaron del país.

Para ella fue natural el paso de defender los derechos de indocumentados ya en lado mexicano.

Organizó acciones en la frontera entre México y Guatemala y apoyó en la cocina de los albergues para transmigarantes. En uno de ellos conoció a Armando Mejía, un hondureño, quien se convirtió en su compañero de vida y con quien tuvo su segundo hijo. 

Siete años 

Apenas pisó suelo mexicano, comenzó otro alboroto. Eran tiempos difíciles, de debates legislativos para discriminalizar la migración sin papeles —se penaba hasta con 10 años de cárcel— y ella se volvió un símbolo para quitar esa política que empujaba a los migrantes a los brazos de delincuentes, los secuestros, las violaciones, sexuales, las extorsiones, la muerte.

Elvira Arellano peleaba a la par con amenazas personales. Hasta su pequeña papelería en San Miguel Curahuango, llegaron criminales para cobrar derecho de piso. Con esa amenaza los siete años que pasó en México aunque nunca pago. No insistieron. Ella cree que porque no era un negocio grande.

Los días pasaron en México entre los recuerdos de su detención, su presente como activista social en la ruta migratoria y el futuro. 

Después del ataque a las Torres Gemelas en 2001, agentes del Servicio de Inmigración y Aduanas realizaron redadas en los aeropuertos a nivel nacional. Elvira Arellano trabajaba en el de Chicago en el servicio de limpieza.

Por eso la arrestaron junto con 34 trabajadores. Buscaban posibles terroristas. Llegaron hasta su casa unos 15 agentes migratorios y le dijeron que por su vulnerabilidad tenía riesgo de que los terroristas la obligaran a ayudarlos. 

“Yo estaba en mi casa,  dormida. Tocaron mi puerta y al preguntar quien era me dijeron que era la policía. Yo pensé que me buscaban para interrogarme o como testigo de un asesinato que había ocurrido unos días atrás afuera del edifico, donde había un licorería y una cantina y por eso fue que abrí la puerta”.

Ella fue a corte por trabajar sin documentos en una zona federal (el aeropuerto) y declaró. Cuando sintió que la iban a arrestar, se encerró en la iglesia metodista junto con su hijo Saúl, en ese tiempo de ocho años. 

De todo eso se acordaba constantemente Elvira Arellano cuando estaba en México, donde intentaba continuar su vida.

Se inscribió en la preparatoria abierta y la terminó con miras a estudiar la licenciatura en Derecho. El plan era perfecto: defender con conocimientos profesionales y la ley en mano a los indocumentados en México.

Se sumó al Movimiento Migrante Mesoamericano, la organización que encabeza la búsqueda de madres migrantes con hijos desaparecidos y montó La Bestia para llamar la atención sobre el problema con su presencia y fama.

Elvira Arellano en el camión que llevó a madres centroamericanas a San Fernando, el lugar donde asesinaron a 71 migrantes, para ofrecerles un altar. Foto: Gardenia Mendoza.

A lado del activista Irineo Mújica, acompañó a las caravanas públicas de transmigrantes para evitar que éstos padecieran ataques directos y preparó comida en los albergues. 

Arroz y frijoles con el cura Tomás González en La 72, una casa de atención ubicada Tenosique, la ciudad tabasqueña más cercana al río Usumacinta, la frontera donde vociferó con el megáfono para dar información sobre los derechos humanos. 

Se le vio dormir en catres destartalados e improvisar tacos en Oaxaca, a lado del sacerdote Alejandro Solalinde, fundador del albergue Nuestros Hermanos en el Camino, donde vio por primera vez a Armado Mejía, yendo de aquí para allá como voluntario con un inglés fluído. “Pensé que era espía de Estados Unidos o algo así”, recuerda entre bromas.

Con el paso de los días, descubrió que era un centroamericano más que querían salvar su pellejo ante la inseguridad marcada por las pandillas y organizaciones criminales de su país. Particularmente de Armando Mejía querían información especial que él tenía por trabajar en el Ejército hondureño. No quiso dárselas y huyó a México.

La activista y el catracho se enamoraron. Fueron a vivir a San Miguel Turanguato, centro de operaciones de ella, y empezaron una nueva vida junto con Saúl. Formaron una familia tradicional por primera vez en la historia sentimental de ambos. Elvira Arellano había sido hasta entonces madre soltera.

Cuando se embarazaron de Emiliano, las dudas sobre la economía y la inseguridad volvieron a acosarlos. ¿Por qué regresar a EEUU, un país que había tratado a Elvira como un criminal?

Desde que había llegado allá la primera vez a los 23 años (en 1997) había querido regresar a México y, cuando por fin estaba en su país, quería irse otra vez. 

La respuesta era sencilla y compleja a la vez: no tenía oportunidades de trabajo para sostener  cierta calidad de vida y las organizaciones del crimen organizado habían tomado el control de Michoacán y muchas partes del país. Ella estaba en la mira.

“Cada vez que yo salía a la ruta migratoria y teníamos alguna acción contra el gobierno por la violencia, secuestros y asesinatos hacia los migrantes yo tenía que llamar a mi familia en Michoacan para que no dejaran salir a ningún lado a Saulito”, detalló.

“Tenía temor a que le fueran a hacer algo y yo, especialmente en Veracruz y el Estado de México, era dónde más miedo me daba estar”.

El regreso

El marzo de 2014, Elvira Arellano tomó la decisión de cruzar a Estados Unidos por la garita de Otay en la frontera de Tijuana, en demanda de una visa humanitaria. Era parte de un grupo de 30 solicitantes de asilo que habían llegado en caravana a la Unión Americana y ella acompañó.

Las autoridades de EEUU le permitieron permanecer para que su caso sea decidido por un juez. Su pareja se quedó en México. La alcazaría dos años después para seguir un proyecto conjunto y con la misma ilusión del refugio. 

Ella tenía que presentarse a corte nuevamente en 2021 pero por la pandemia se pospuso su caso y sigue en espera. “Desde entonces he estado en el activismo, aunque no al 100%”, dijo en entrevista con este diario. Aclaró que no recibe dinero de partidos políticos u organizaciones civiles ni por parte de la iglesia para su trabajo a favor de los derechos de los migrantes. 

“Todo es voluntario y tengo que dividir mi tiempo entre trabajar, pagar renta y otras cosas para  sobrevivir en el país más las actividades”.

La meta es una Reforma Migratoria que ayude a regularizar a los millones de indocumentados que, como ella, quieren un espacio por diversas razones en EEUU.

Para tener el tiempo flexible y poder viajar en el país, trabaja actualmente lavando platos o cuidando a personas de la tercera edad mientras atiende a sus hijos. 

Emiliano cumplió ocho años y es muy travieso. Sabe usar la computadora con maestría y reta a sus compañeros de clase, los muerde, confronta. Es hiperactivo y requiere más vigilancia. Saúl, en cambio, va por su cuenta. Es un chico bien portado.

Este año termina la carrera de Justicia Social y Ciencia Política en la Northeaster Illinois University. Lejos quedaron los días en que acompañaba a su madre de un lado a otro, del Santuario a las conferencias de presa; de los albergues al tren de carga que utilizan clandestinamente los indocumentados que cruzan México.

Saúl Arellano ayuda a preparar comida para los centroamericanos en el albergue La 72 de Tenosique, Tabasco. Foto: Gardenia Mendoza.

No ha sido fácil. Primero recibió una beca por parte del Boys and Girls Club pero hubo un problema con el papeleo de Elvira Arellano. Escribieron mal el apellido de ella como responsable y se suspendió la ayuda.

Saúl tuvo que pasarse un año al colegio estatal. Luego volvió a Northeter con apoyo de “Palante” un programa de beneficencia que ayuda a estudiantes latinos fundado por el congresista Luis Gutiérrez.

Cuando la madre mira atrás aún se sorprende de los riesgos que ha tomado. El último fue al cruzar para pedir la visa humanitaria porque sabía que si la deportaban otra vez tenía que empezar de cero a pagar un castigo para volver a entrar. “Me habían dado 20 y cumplí siete cuando pedí la visa humanitaria”.

De cualquier forma está satisfecha. En la iglesia metodista de Chicago, de la cual es parte, se ha dado refugio como Santuario  a dos personas más y otros miles en todo el país se han acogido a este concepto después de su ejemplo. 

Pero Michoacán no sale de su corazón. El año pasado ayudó a conseguir ventiladores para salvar la vida de sus paisanos víctimas del covid. 

Costó mucho hacerlos llegar tanto por los costos como por las políticas sanitarias que impedían enviarlos pero logró ingresar algunos en una operación que no levantó sospechas. Fue clandestino pero ha salvado muchas vidas en San Miguel Tunguarato.

Este año, organizó una colecta de dinero para comprar instrumentos musicales a niños de su pueblo. Piensa que la música puede arraigarlos, persuadirlos de meterse en problemas y encaminarlos hacia los estudios. Algún día ella regresará para meterse en la licenciatura, sino lo hace antes en Estados Unidos.

Para entonces, Saúl habrá terminado su propia Carrera universitaria (calcula graduarse en 2022) y  tomará las riendas de la lucha a favor de la igualdad social. De un lado o del otro. Del Usumacinta al Río Bravo.  Y más allá. 

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