Del chico tímido que emigró de Rosario, al retador alfa que los llamó “bobos”: Messi, punto y final

Le vi hacer “teatro del bueno” en La Romareda, debutar en Montjüic y crecer en Cornellà, enloquecer al Camp Nou y acaparar todos los ojos del Monumental. Parecía otro con su selección: cuanto más acompañado, más solo. Una sensación que ganó enteros con la primera derrota en Qatar

Lionel Messi besa la Copa del Mundo ante el delirio de los fans de Argentina.

Lionel Messi besa la Copa del Mundo ante el delirio de los fans de Argentina. Crédito: Julian Finney | Getty Images

VALENCIA, España – La primera vez que vi jugar a Lionel Messi fue por televisión y ya por entonces ese joven melenudo se salía de la pantalla, desde Stamford Bridge, donde José Mourinho le acusaría injustamente de “hacer teatro del bueno”, hasta la redacción del periódico Rumbo, en Texas.

No pude reprimir el impulso de escribirle a mi maestro de cabecera, Ramón Besa, loando las diabluras de aquel todavía proyecto de crack, finalmente coronado, 17 años después en Qatar, como indiscutible campeón del mundo y de su era –si no todas– . Siempre certero en el análisis, Besa opinaba, tras la victoria en semifinales contra Croacia, que “Leo ya es Lío”, en referencia al tortuoso viaje espiritual de un futbolista cuyo país de origen tardó tanto en interiorizar sus virtudes que las catalogó a menudo como defectos.

Durante mi breve residencia en el Cono Sur, la pregunta más manida en la calle era: “¿Maradona o Messi?”, y el veredicto acostumbraba a resolver que, si bien el segundo era admirable, el primero era intocable.

Minutos antes de la final con Francia, mi suegro repitió la cuestión. Y mi devolución a un toque, entrenada a lo largo de dos años de profunda inmersión en charla futbolística rioplatense, fue la habitual: “Messi para mi equipo, para verlo jugar cada domingo, para marcar época. ¿Para ganar un partido como el de hoy? Maradona”. Una ocurrencia resultona y hasta convincente, pensaba, ingenuo de mí; como para hinchar un poco el pecho y soltar un “¿qué, qué…?” de esos que se estilan aquí, en Valencia.

En nuestra larga relación jugador-periodista-espectador, nunca vi a Messi jugar en Mestalla, donde resuena aún el lema “No diga gol, diga Kempes”. Le vi hacer “teatro del bueno” –del de Mou y del otro– en La Romareda, debutar en Montjüic y crecer en Cornellà, enloquecer al Camp Nou y acaparar todos los ojos del Monumental. Parecía otro con su selección, expuesto al aliento y desaliento de la pasional hinchada bonaerense. Cuanto más acompañado, más solo. Una sensación que ganó enteros con la primera derrota en Qatar, frente a Arabia Saudí, y que provocó el pánico. “Jugar con Argentina no es un premio, es una condena”, constató entonces mi mujer.

¿Cómo aislarse de tan descomunal presión? ¿Más cuando, pese a tanto reproche pasado, no constaba camiseta albiceleste en las gradas sin el 10 estampado en la espalda?

Cuando arrancó vigoroso México el segundo partido, se mascó el drama. Enamorada Barcelona –salvando cuatro necios–, conquistadas Europa y Sudamérica, a Messi le urgía la Copa del Mundo para, supuestamente, igualar a Maradona. Apareció entonces ante el Tri y evitó el desastre, certificó el pase ante Polonia y, como en su antológico gol de 2007 contra el Getafe, fue sorteando rivales –Australia, Países Bajos y Croacia– conforme avanzaba el torneo hasta llegar, literalmente, al área chica el domingo, donde embocó el tercer tanto de Argentina en una final para el recuerdo.

Fue un gol de oportunista, muy de Kempes, siguiendo la jugada, intuyendo el rebote y empujándola suave. Nada estratosférico, pero sí bello por la inteligencia y simpleza en la ejecución, sin adornos; un premio a la constancia, extrapolable también a su fascinante carrera y evolución personal: del chico tímido que emigró de Rosario, al retador alfa que llamó “bobo”, delante de todos, a cuanto holandés se le cruzara.

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Antes del 3-2, había iniciado el contragolpe maestro del segundo con un toque sutil y abierto el marcador desde el punto de penal, donde cerraría también su obra magna en la tanda decisiva, tras resucitar sendas veces a Francia Kylian MBappé. En su particular versión del Matador, el parisino marcó tres goles, cierto. Pero Messi lo hizo todo, de la A a la Z. En la final y el torneo. No digan fútbol, digan Messi.

“Me alegro muchísimo por Leo, porque un jugador como él no se podía quedar sin Mundial”, escribió mi amigo Marcos. “De cómo lo ha ganado, como un líder, un héroe y demostrando que tiene que estar con Pelé y Diego. Además, ganando la que ha sido la mejor final de los últimos 40 o 50 años”.

Ya sin Cristiano Ronaldo, el gran competidor  de su era, despedido de mala manera del escenario en cuartos, Leo –o Lío, como prefieran – se adueñó de la pelota y del teatro en su última gran función. A lo Maradona. Tras años de debates y comparaciones, de goles, de jugadas, de títulos, de premios, de alegrías y lágrimas, de celebraciones y maldiciones, de crónicas reescritas en el último minuto, de prosas y versos, de exclamaciones, de comas y más comas, seguidas de otras comas con más comas, ese pequeño gran futbolista se confirmó en su quinto Mundial, a sus 35 años, como el más grande de todos. Punto y final.

Álex Oller es un periodista español que cubrió la carrera de Lionel Messi en el FC Barcelona como reportero de la agencia AP, entre otros medios

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