Madura movimiento de los ‘dreamers’
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Los 'dreamers' siguen activos en todo el país. Crédito: AP
Segunda y última parte
El movimiento de los ‘dreamers’ aprendió la lección. Cuando los activistas jóvenes se congregan ante los medios de comunicación y son representados por abogados, no son encarcelados.
Hay ahora una red bien relacionada de abogados especializados en litigios de inmigración, docentes y otros profesionales que ofrecen sus servicios por dinero. Y el año pasado, en un ruidoso “destape” en Atlanta, el representante John Lewis, de Georgia, gritó “indocumentados y sin miedo” y dijo a los congregados que estaba dispuesto a ser detenido con ellos.
“Las cárceles de Georgia, las cárceles de Estados Unidos, no son ya suficientes para encerrarnos a todos nosotros”, dijo Lewis.
ICE dice tras esas concentraciones que el nuevo enfoque “incluye centrarse en los extranjeros que han cometido delitos y los que hacen peligrar la seguridad pública y la integridad del sistema de educación”. La nueva política de ICE, adoptada hace un año, ordena a sus agentes a considerar el tiempo pasado por un detenido en el país y si el cónyuge o los hijos de esa persona son ciudadanos estadounidenses.
Pese a los cambios, sus detractores sostienen que no es posible deportar a todos los jóvenes que están en el país ilegalmente. Según El Consejo Estadounidense de Inmigración, unos 2.1 millones de jóvenes podrían beneficiarse con la DREAM Act. Unos 65,000 estudiantes sin papeles se gradúan anualmente de las escuelas de secundaria en Estados Unidos.
Su trato varía de estado a estado. Trece permiten a los jóvenes sin papeles matricularse en la universidad al mismo precio que los residentes legales. Y tres Texas, Nuevo México y California ” les permite recibir becas gubernamentales.
Empero, solamente una ley federal puede otorgan a los extranjeros sin papeles la tarjeta verde ” el permiso de residencia ” por lo que incluso los que lograr graduarse quedan en un limbo: abogados, ingenieros y maestros que sólo pueden ejercer empleos modestos, igual que hicieron sus padres por no tener papeles.”Respiro aire estadounidense, viajo por carreteras estadounidenses, como comidas estadounidenses, escucho radio estadounidenses, veo televisión estadounidense, visto ropa estadounidense, comenta Alaa Mukahhal.
“He asistido a universidades estadounidenses públicas y privadas, he leído a autores estadounidenses, hablo con acento estadounidense, debato apasionadamente la política estadounidense y empleo las expresiones idiomáticas estadounidenses. Soy musulmán, árabe, palestino y estadounidense”.
Mukahhal, de 25 años, se estrelló contra lo que llama el “muro invisible” tras graduarse de la Universidad de Illinois como arquitecta. Nacida en Kuwait de padres palestinos que la trajeron a Chicago a los 6 años, Mukahhal sólo comprendió las implicaciones de su situación cuando salió a buscar trabajo.
Se considera más afortunada que otros: Illinois permite a los extranjeros sin papeles pagar las mismas matrículas que los residentes legales. Pero Mukahhal no puede trabajar en su especialidad por carecer de un número de la seguridad social o permiso de trabajo.”Mi vida pendía de un hilo”, según Mukahhal. “Estaba angustiada. Era como haberme quedado atascada en el tiempo, salvo que seguía envejeciendo”.
Mukahhal se desespera cuando oye a los políticos y otros que le aconsejan “volver al país de la forma debida” o “hacer fila”.
“La gente no entiende”, sostiene Mukahhal, que solicitó asilo con la esperanza de que un juez de inmigración se hiciera cargo de su situación. “No hay fila para alguien como yo”.
Los detractores sostienen que el acceso a la ciudadanía para jóvenes como Mukahhal es una amnistía que recompensa y anima la conducta ilegal de sus padres, además de drenar fondos federales y estatales que financian los programas de ayuda.
“Es amnistía para 2 millones de personas”, dijo el año pasado el representante republicano de Texas Lamar Smith en referencia a DREAM Act durante un debate sobre la reforma de la inmigración. Smith la consideró “una invitación abierta al fraude”.
“La gente dice, regresa a tu país, pero ¿adónde debo ir?”, pregunta Tereza Lee, nacida en Brasil de padres coreanos que la trajeron a Chicago cuando tenía 2 años. “Este es nuestro país, al que juramos fidelidad cada mañana en la escuela”.
Lee, ahora de 29 años, fue una de las primeras en “destaparse”.
Virtuosa de la música, Lee fue aceptada en las grandes academias musicales de todo el país, incluyendo la Julliard de Nueva York. Empero, no pudo asistir sin ayuda financiera, a la que no tenía derecho debido a su situación. Entre lágrimas Lee, entonces con 18 años, “se destapópor primera vez a su maestra de música” que se conmovió tanto que llamó a la oficina del senador Richard Durbin, un demócrata de Illinois. La historia de Lee impulsó a Durbin a presentar la primera versión de la DREAM Act en el 2001.
“Debemos hacer todo lo que podamos para retener estos estudiantes estadounidenses talentosos y dedicados”, dijo Durbin, “y no gastar preciosos recursos en deportarlos a países que raramente recuerdan”.
Empero, muchos en el movimiento insisten que no solamente los estudiantes merecen el derecho a quedarse, sino cualquier joven que se crió en Estados Unidos, incluso los que no van a la universidad.
Por reconocimiento propio, Keish Kim, de Roswell, Georgia y que llegó de Corea del Sur cuando tenía 8 años, es una buena estudiante, aunque no matrícula de honor. Empero, a sus 20 años sostiene que estudiantes con notas más bajas que ella y menores ambiciones también merecen una oportunidad.
Vestida con una letra U escarlata por “undocumented” ” indocumentada ” Kim habló ante la Junta Escolar del estado de Georgia en noviembre para pedir que derogara la nueva política que prohibe la asistencia de extranjeros sin permiso de residencia a las cinco universidades más prestigiosas del estado. Y sólo pueden asistir a otros centros universitarios pagando matrículas a precio de no residentes.
“Sólo quiero estar en un medio académico estable, en el que pueda aprender”, dijo Kim.
Finalmente tendrá la oportunidad de estudiar ” en una universidad “clandestina” establecida por profesores y activistas comunitarios ” tras ser adoptada la nueva ley en Georgia. Los estudiantes, todos ellos extranjeros sin permiso de residencia, se reúnen en un lugar secreto los domingos y estudian un riguroso ” aunque no acreditado ” programa impartido por profesores de Georgia. Bautizaron a su centro “Universidad Libertad” tras los centros creados por los negros en el sur del país durante la segregación racial.
Aunque su regreso a clase le ha dado renovada confianza, Kim dice le sigue atenazando el miedo. No se atreve a conducir, temerosa de ser detenida en uno de los condados que participan en el programa “comunidades seguras” ” que permite a la policía local comprobar la situación migratoria de los detenidos ” y de ser deportada. Y desde que anunció públicamente su situación, supo que algunos de sus antiguos profesores y amigos la consideran una delincuente.
El malestar con esa actitud –tratarlos como delincuentes– es uno de los motivos del movimiento y atrae a nuevos reclutas. Fue la razón que impulsó a Diane Martell, de 17 años y residente en Bessemer, Alabama, a ser detenida el año pasado tras la entrada en vigencia de la ley de inmigración más draconiana del país, que empuja a los inmigrantes ilegales, como sus padres, a optar por la “autodeportación”.
“Es como si la gente se hubiese asustado”, dijo Martell. “Ya no salían más. Fue como si no fueran ya seres humanos”.
Por ello, esta tímida estudiante de secundaria, a la que le gustaría estudiar medicina, hizo algo impensable hace un año.
Se unió a un grupo de jóvenes activistas de fuera del estado que acudieron al Capitolio de Alabama. Se sentó y entorpeció el tránsito, sabiendo que sería detenida y que corría el riesgo de ser deportada a México, donde sus padres pagaron a un “coyote” para que los trajera ilegalmente en el país cuando tenía 11 años.
Es muy valiente, dijo su padre en español.
Pero Martell, acusada solamente de alterar el orden público y dejada en libertad a las pocas horas, no se considera valerosa. Se siente envalentonada. Dice que está harta de ver la cara de miedo que pone su padre cada vez que conduce, cansada de que su madre le suplique no vaya a la escuela los días en que queda estacionado al final de la calle el autobús de ICE, cansada de las limitaciones de su vida.
“Somos seres humanos”, dijo Martell. “No somos delincuentes, ni somos extranjeros y no podemos callarnos solamente”.
En Sanford, Carolina del Norte, Cynthia Martínez muestra su indignación con un sistema legal que la acosa tanto que adquirió un boleto de ida a México con la esperanza de encontrar la forma de regresar legalmente al único país que ha conocido.
Carolina del Norte no permite a los extranjeros sin papeles pagar las matrículas de los residentes en el estado, por lo que debe pagar una matrícula mucho más cara, de no residente. “¿Por qué tengo que pagar cuatro veces más por la matrícula e inscribirme solamente después que todos los demás?”, preguntó Marténez, de 21 años, que vino ilegalmente de México a los dos años. “Es la vuelta de las (leyes segregacionistas) de Jim Crow, de vuelta a sentarse al final del autobús”.
“Si vas a hacerlo (destaparse) ¿por qué no hacerlo a lo grande?”, comenta su hermana mayor, Viridiana, una activista del movimiento. Y por ello, en marzo, con una camiseta que rezaba “indocumentada y sin miedo”, Martínez se unió a un grupo de activistas que acudieron a una audiencia de un comité legislativo sobre inmigración. Tras escuchar al senador estatal republicano George Cleveland condenar a los “inmigrantes ilegales” por ser delincuentes y narcotraficantes, incapaces de hacer otra cosa que no sea trabajos manuales, Martínez se levantó.
“Soy uno de esos delincuentes de los que habla”, dijo entre sollozos. Mientras era sacada a empujones y esposada, gritó “soy de Carolina del Norte” aunque varios miembros del comité le gritaron “¡váyase a casa!”.
Martínez se fue a casa ” en Sanford ” donde ocurrió algo inesperado. En su pueblo, donde ella y su familia pasaron la vida intentando ocultar su situación, mintiendo con frecuencia, los vecinos se le acercaron en el supermercado y en el restaurante de comida rápida donde trabajaba. Le dijeron que no sabían lo duro que era no tener papeles, le brindaron su apoyo y le ofrecieron ayuda.
Una cosa es que los transgresores apoyen la causa y otra es la dificultad que encaran los padres. Horrorizados por acciones que consideran destructivas, muchos tienen duros y penosos enfrentamientos con sus hijos.
Dulce Guerrero, de 19 años, vino a casa tras ser detenida en una concentración en Atlanta el año pasado. Su padre lloraba y su madre estaba más enfadada que nunca.
Mohammad Abdollahi dijo simplemente que no habla de su activismo con sus padres, porque lo encontrarían oprobioso. Alaa Mukahhal sostienen lo mismo y admira a quienes son detenidos por la causa, aunque no llega a tanto porque le rompería el corazón a su madre.
Empero, otros hablan de una creciente comprensión por parte de sus padres, para quieres su lucha es también su causa. Cuando Diane Martell fue detenida frente al Capitolio de Alabama en marzo, su padre se encontraba entre la multitud. En Duluth, Georgia, Nayeli Quezada, una estudiante de la Universidad Libertad, dijo que su activismo envalentonó a sus padres sin autorización legal para vivir en Estados Unidos a “destaparse”.
Y en Nueva York Alejandro Benítez acompañó a su hijo, Rafael, en marzo a una marcha de “destape”. El padre sacaba pecho con orgullo al ver cómo su hijo de 16 años decía a los congregados en Union Square que era un “indocumentado, sin miedo y sin excusas”. Benítez nunca había visto a este muchacho reservado y callado, que espera estudiar ingeniería, tan animado o tan seguro.
“Nuestra generación, éramos cobardes”, dice Benítez, que abandonó México cuando Rafael tenía 6 años. “Estos jóvenes son luchadores”.
La novia de 17 años de Rafael, Coraima Véliz, cuya familia reside en Honduras, también miraba. Rafael le “confesó” su condición unos meses antes, entre lágrima de vergüenza, temeroso de que rompiera con él cuando supiera que era “ilegal”, palabra que nunca emplea ahora.
Carolina lo abrazó tiernamente.
“Nada hay de qué avergonzarse”, dijo Véliz, nacida en Estados Unidos. “No es algo malo. Mis padres también eran indocumentados”.