La frontera ida y vuelta

Ángel intentará cruzar a Estados Unidos, sin documentos, lo cuenta mientras viaja en un camión que le pagó 'el coyote'

TIJUANA/MEXICALI.- Trastabillea. De pronto, Ángel sostiene una convicción: su vida no tiene futuro en México.

No es tanto por el hijo que lo espera después de la frontera, en Pittsburg, California. O por su mujer, que también lo aguarda. El viaje en camión por la árida carretera de Tijuana a Mexicali le inspira reflexiones más allá de ese desierto, cuando con voz entrecortada afirma: “Pos aquí no hay futuro, man, la mera verdad. Está bien difícil… la vida aquí en México. Está muy fea. No me gusta aquí. Por eso me voy pallá”.

Ese “pallá” es el norte de miles de migrantes mexicanos, centroamericanos, asiáticos, indios, insatisfechos vacacionistas europeos. Es la nación de los Estados Unidos. La tierra de los sueños. El país que en los últimos años transita la peor crisis de toda su historia, con una deuda internacional superior a los 14 billones de dólares. Pero aún, el gran mito dorado en este arcaico continente americano.

Ángel ha visto de todo. Enloqueció con el alcohol y las drogas en Tijuana. Estados Unidos lo compuso, asegura. “Allá hay muchas reglas que uno tiene que respetar y se hace mejor persona. Y aquí no, men. Aquí vives como quieres, allá tienes que trabajar para comer, tienes que pagar renta, tienes que hacer muchas cosas allá y eso te hace mejor persona, y pues ser una persona más útil, ¿sí me entiendes?

“Aquí lo más fácil es ir a drogarse y a tomar y todo eso, y uno se pierde, la neta. Hay hasta gabachos perdidos ahí [en Tijuana]. Pa mí no es vida eso, por eso no me gusta a mí eso. Un tiempo yo anduve así y allá me compuse. Tengo mi trabajo, mi carro, mi dinero”.

Un “coyote” le pagó a Ángel el autobús en que viaja a Mexicali. Le conseguirá papeles falsos. Lo pasará por la línea. Ángel saludará al policía de migración. Quizá cante el himno estadounidense para corroborar su ciudadanía y su fidelidad a las barras y las estrellas. Dice que ha vivido 10 años en California, qye ha pagado sus impuestos al IRS, ha trabajado como carnicero en una reconocida firma de tiendas, que un día va a casarse con la madre de su hija -en cuanto esta cumpla los 21 años-.

Ya que llegue de nuevo a su hogar, le pagará 4,000 dólares al “coyote” que le facilitó el papeleo. “Es de confianza”, dice, “ya me conoce”.

En su viaje de regreso a los States, no viene solo. Lo acompañan su hermano y su primo, ambos con historias similares.

José Luis, el hermano, ya conoce lo que están por hacer. Este es su onceavo intento de escapar de México. En tres ocasiones logró burlar al desierto y sus guardianes. Trabajó por tres años en Pittsburg con Ángel, haciendo de todo. Ahora viene por más. “Está bonito allá”, reconoce.

Su historia difiere a la de su hermano, por las diversas ocasiones que fue alcanzado por “la migra”. Sabe que en esta ocasión no la tiene fácil, pero está dispuesto a tomar el riesgo. Tiene sus convicciones: “Es un cambio pa uno, algo bien pa uno mismo. En Ensenada no hay trabajo y el dinero no te rinde y allá [Estados Unidos] es jugarse el todo por el nada y agarrarse lo suyo, porque sí está canijo”.

Cuando el autobús llega a Mexicali, ambos hermanos y el primo se escurren en los corredores de la pequeña estación camionera. Se pierden de vista. Su suerte será echada del otro lado.

Todos los días hay alguien que intenta conquistar las montañas del desierto estadounidense, hasta clavarse en algún McDonald’s de California o Texas, Arizona o Nuevo México. Y cada día hay deportados.

En la línea fronteriza Mexicali-Estados Unidos, el Albergue del Desierto tiene un módulo de atención a migrantes que son repatriados por esta puerta. Los reciben, los rehidratan, les proporcionan sopas instantáneas, café, y vámonos, a seguir intentando cruzar.

“Esto es como de rutina para los que vamos para allá”, comenta Jesús Ávila, un hombre con casi 40 años, originario de Minatitlán, Veracruz.

El Departamento de Seguridad Nacional (Homeland Security), lo acaba de deportar y ahora terminó con el Maruchan y el café que le proporcionó la extensión fronteriza del albergue.

Aquella noche a principios de junio, más de 20 mexicanos se internaron por el pueblo de La Rumorosa, en Baja California, rumbo a Estados Unidos. Anduvieron un par de noches vigilando cualquier oportunidad de burlar a la patrulla fronteriza, hasta que “ya nos agarraron, no hay más”, se consuela Ávila.

De un momento a otro, este hombre oriundo de un pueblo costeño en el sureste mexicano, lanza una explicación sobre el porqué “se arriesga uno”. Una declaración profunda que dice de manera tan ligera que parece un cuento que ha repetido innumerables veces: “Ta bueno allá el billete, aquí en México ta jodido. Por eso vamos para allá. Yo lo que tengo lo he hecho en Estados Unidos. Aquí no he hecho nada en México. Lo que tengo yo, gracias a dios, lo he hecho allá. Por eso se arriesga uno”.

Y le sigue: “Aquí en México, las autoridades mexicanas… la raza política, es la que se está comiendo el dinero”. Vuelve a reiterar, reafirmando su postura: “Por eso vamos para allá”.

Más de la mitad de los mexicanos viven en la pobreza, según datos del especialista Julio Boltvinik, del Colegio de México. Jesús Ávila se reconoce entre esa inmensa mayoría de 80 millones de mexicanos. “No digo que no haya trabajos bien pagados [en México], hay trabajos bien pagados, lo que pasa es que son para la minoría y los que somos la mayoría, nada. Te vienes ganando 150 pesos 200 pesos al día, no te sirve eso para nada. No te sirve, las cosas han subido, están bien caras. ¿Qué haces? No, pues mejor vámonos para allá”.

Este espíritu no es individual. Tampoco pertenece únicamente a esos 25 hombres recién deportados que lucen caras resecas y asoleadas en el módulo fronterizo del albergue.

Tan solo en 2010, el DHS deportó a 387,000 inmigrantes. Eran originarios de México (73%), Guatemala (8%), Honduras (6%) y El Salvador (5%).

También detuvo a 517,000 extranjeros, de los cuales 83% eran nativos mexicanos.

En total, ese año de 2010, el DHS retornó a sus países de origen a 476,000 personas.

Con estos números, la administración del presidente Barack Obama se consolida como la que más inmigrantes deportará en la historia de los Estados Unidos.

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