Un rostro humano para los desamparados de LA

Un artista busca devolver la dignidad a los habitantes de las calles del Skid Row

Desde su casa en la calle San Pedro, Carlos Reynoso plasma los rostros de los que no tienen un techo para vivir.

Desde su casa en la calle San Pedro, Carlos Reynoso plasma los rostros de los que no tienen un techo para vivir. Crédito: Ciro Cesar / La Opinión

Son las 8:30 de la noche y las calles del Skid Row empiezan a transformarse.

A medida que el sol se oculta, la gente sale y se mueve con facilidad entre las sombras.

Esto me sorprende, porque apenas hace unas horas, esta misma gente, que ahora va y viene, estaba aletargada, viviendo como en una película en cámara lenta.

Pero la noche es así, y a la noche pertenecen los habitantes de la calle.

El Skid Row es una superficie de aproximadamente 50 cuadras de extensión ubicadas en el corazón mismo de Los Ángeles.

Entre las bodegas de mariscos y pescados, y a unos metros del barrio japonés de Little Tokyo, se encuentra esta zona, también conocido como la capital de los desamparados de Estados Unidos.

Este título se lo ha ganado a pulso. Entre sus calles habitan un promedio de 4,500 personas que no tienen un sitio para vivir, por lo que tienen que permanecer y cubrir todas sus necesidades en las calles.

A unas cuadras de los grandes rascacielos, de los centros financieros, de la prosperidad que ha hecho de esta ciudad una de las más pujantes de Estados Unidos, están ellos, los que no caben, los que no pertenecen, los que no tienen nada más que su vida.

De acuerdo al reporte 2011 Greater Los Angeles Count Report, en toda la ciudad de Los Ángeles hay un promedio de 23,539 desamparados.

En el caso del Skid Row la mayoría vive en las aceras, donde han improvisado sus refugios con cartones, casas de campaña y cobijas. Ahí permanecen horas, días, sin más interés que mantener a la mano sus posesiones, que se reducen a bolsas de plástico, latas y chatarra que nadie usa, pero que para ellos son tesoros que les permiten, al venderlas, adquirir la siguiente dosis, el siguiente trago.

A pesar de lo que se diga y se piense, esta es una comunidad en la que hay de todo: Los que llegaron aquí por su adicción a las drogas o al alcohol. Otros, como en el caso de los veteranos, no lograron superar los traumas del combate, y llegaron aquí como víctimas colaterales de las guerras en las que participaron. Con las mujeres, que también abundan, son comunes los casos de violencia, abuso sexual y drogas.

Esta zona, sin embargo, se encuentra en medio de una fuerte presión económica. Desde hace algunos años ha habido un fuerte desarrollo urbano, que ha promovido edificios y estudios para una creciente clase media que aspira vivir en una zona cercana al centro financiero de la ciudad.

A los nuevos habitantes se les ve con frecuencia caminando, como si nada, entre las calles llenas de desamparados. Contrastan con sus ropas limpias, con el aspecto fantasmal de los habitantes de las calles.

Carlos Reynoso, se mudó hace un año al Skid Row. Vive en la calle San Pedro y desde su edificio se ha acostumbrado a convivir con sus vecinos.

“Los veo todos los días, muchos me saludan, otros hacen como que no existo”, dice este joven de 28 años y de origen mexicano. “La gente pasa y se molesta por el olor, por la basura, por verlos”, dice Reynoso. “Los tratan como si fueran un objeto de desecho, como parte de la basura que abunda en esta zona”.

Con eso en mente, Reynoso se ha embarcado en un proyecto artístico urbano para darle un rostro humano a estas personas. “Muchas veces me paro a hablar con ellos, para saber qué hay detrás y todos los días me sorprendo”.

Parte de esa sorpresa es una serie de cuadros que ha pintado en los últimos meses. “Quiero darles identidad, rostro, forma e historia”, dice el pintor, mientras va mostrando sus cuadros de rostros de ojos tristes, de rostros ajenos. “No solo es darles la identidad, es también obligar a la gente a que los vea, a que se estremezca y los recuerde”.

Recorro la calle San Pedro y veo a un hombre que habla solo, en susurros, como si conversara en secreto con un amigo. Le pregunto cualquier cosa y logro que me hable. Me pide dinero.

Se llama Raúl. Tiene una edad indefinida. Despide un olor penetrante, ácido, amargo.

Me ve fijamente y empieza a compartir conmigo. “Un día, simplemente me cansé y me puse a tomar, y a rodar de un lado a otro, hasta que un día, no se cómo, llegué hasta aquí, y me parece que de aquí ya no voy a salir”, dice con una sonrisa en la que asoman sus dientes deteriorados por el cristal.

Orignario de la Ciudad de México, Raúl me muestra las cicatrices de toda una vida en la calle. “Lo más duro no es la lluvia, no es la comida, ni tener un lugar donde vivir, lo más difícil es saber que no hay nada más allá, que esto es todo, que esto es lo que nos tocó vivir”.

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