La experiencia del almuerzo
Hay problemas de tiempo y calidad y tiempo en los comedores escolares
La semana pasada, mientras me deleitaba con la entusiasmada versión del primer día de clase de mi hijo, pensé en Talia Bradley y Antonia Ritter.
Talia y Antonia escribieron un artículo de fondo en el Minneapolis Star Tribune y expusieron un asunto del que no se habla mucho y que está en el cruce de la epidemia de obesidad en los niños y los costes, limitaciones y política que rodean la implementación escolar del programa Almuerzo Escolar Nacional: la cantidad de tiempo con que cuentan los niños para almorzar.
“En las escuelas públicas de Minneapolis se supone que tenemos 15 minutos para comer, lo que de por sí es poco. Pero en realidad, sólo tenemos 10 u 11 minutos (lo hemos medido)”, señalan las jóvenes autoras. “Tener que apurarse para comer es parte del motivo de la epidemia de obesidad, de los trastornos de alimentación, de la indigestión y de que a los niños no les vaya bien en la escuela. Hay investigaciones que demuestran todos esos aspectos. Los niños simplemente necesitan más tiempo para comer en la escuela”.
También señalan que apurarse para tragar la comida roba a los estudiantes de tiempo para relajarse y charlar en medio de días muy ajetreados e impide que los estudiantes que no pueden comer tan rápidamente vayan afuera para el recreo.
Al leer eso, comprendí totalmente a Talia y Antonia. Mi hijo asistió a una escuela primaria que torturaba a los niños durante el almuerzo de la misma manera.
En este momento quizás ustedes piensen, “Bueno, hablar de tortura es un poco exagerado”, pero no. Los comedores y cafeterías escolares están llenos de falta de humanidad y ni siquiera estoy hablando de esos grupos de niños populares que aíslan a los más tímidos. He pasado tiempo en muchos comedores escolares y he presenciado lo horrible que es todo el proceso.
Primero está la calidad de la comida: generalmente hay contenedores llenos de pedazos geométricos fritos, supuestamente pollo; una carne picada aguachenta, que se hace pasar por relleno de tacos/sloppy joes/Salisbury steak; y tristes naranjas y manzanas con abolladuras, que son habitualmente ignoradas en favor de los helados y las coloridas bolsas de snacks. Lo incomible de las porquerías que sirven a nuestros hijos atenúa un poco la conmoción de observar a masas de niños mientras tiran a la basura platos prácticamente sin tocar -pero sólo un poco.
Y después está el trato de los niños como si fueran ganado. En las numerosas escuelas en que los horarios son tan apretados que hasta los niños de primer y segundo grado no cuentan con un viaje al baño, ayudantes del comedor guían a los niños en rebaño y mediante gritos, hacia las colas para obtener los alimentos, para pasar por la caja, para sentarse a las mesas y más colas para salir a la zona de recreo.
Cuando era maestra de primer grado, iba al comedor en busca de un pedazo de grasosa pizza y podía ver de cerca por qué algunos de mis estudiantes mostraban signos de ansiedad cuando se acercaba la hora del almuerzo.
El año pasado, mi hijo de quinto grado que tiene un poco de remilgos con la comida, llegaba a casa después de la escuela con dolor de cabeza por no comer, pues no había tenido tiempo suficiente para masticar y tragar demasiado antes de que alguien lo empujara a la zona de recreo. Y yo sabía que no estaba exagerando -enseñé en el mismo distrito escolar, donde sentía escalofríos cada vez que veía a los monitores del comedor gritando en las caras de los niños “come-come-come” como si estuvieran arriando ganado.
Una encuesta realizada el año pasado por la School Nutrition Association informó que aunque el Gobierno recomienda que los estudiantes cuenten por lo menos con 20 minutos para comer, muchos tienen sólo 10 minutos después de usar el baño y pasar por las colas de la cafetería.
Lo que me lleva de vuelta a la noche en que mi hijo -que estaba un poco nervioso al empezar su primer año de la escuela media- me contó qué maravilloso era el almuerzo. Además de que la comida sabía mejor en esta nueva escuela, me dijo que la pudo terminar porque tuvo casi media hora para comerla.
Y eso me llevó a pensar en Talia y Antonia. Su llamado público de ayuda, la primavera pasada, logró que la superintendente de las escuelas de Minneapolis experimentara en persona el proceso del almuerzo y prometiera encontrar una solución, la que, este otoño, les habrá ganado a los estudiantes cinco minutos extra.
Espero poder ayudar a amplificar su pedido: Que la lucha por los derechos de los estudiantes a tener más tiempo para masticar y tragar su comida se oiga mucho más allá de los pasillos de las escuelas públicas de Minnesota.