Elegía por un tío

El tío Jorge quedó con la cara de quien prefirió ser feliz en lugar de estresarse buscando alguna forma de inmortalidad

Papeles

Este fúnebre noviembre con olor a gladiolos me recordó la noche que dormí cerca del cadáver de mi tío Jorge. Quedó con la cara de quien prefirió ser feliz en lugar de estresarse buscando alguna forma de inmortalidad. Optó por el anonimato como forma de vida.

Compartía estrechez económica y soledad con Rififi, un gato sin pedigrí que desertó, desolado, cuando llegamos con su cadáver. Los gatos no son de fiar.

Dios le aportaba la luz (del sol) y sus vecinas, el agua. En la noche se alumbraba con los ojos de su prófugo felino. De ese tamaño era la austeridad de quien encarnó para mí al tío Alberto, de Serrat.

“Jorgito tuvo la muerte que se merecía: mientras dormía”, resumieron sus vecinas que integraban el pacífico harén de sus amores platónicos. Hasta milagros le han pedido a Jorge Eliécer, bautizado así en homenaje al asesinado líder liberal Jorge Eliécer Gaitán.

Sus amigas de Silvania, Cundinamarca, a una hora y monedas de Bogotá, encontraron mi número telefónico apuntado en un papelito que se disputaba el olvido con otros arcaicos cachivaches.

Mi señora y este servidor de tintos reclamamos su cadáver y pagamos la cuenta en el hospital donde lo prepararon y vistieron elegante para ingresar a la eternidad. En mínima parte, yo le agradecía que me hubiera financiado las primeras cervezas, y las iniciáticas escaramuzas eróticas en los bares del Medellín de los años sesenta.

“Negro, hombre flojo no goza mujer bonita”, me cantaleteaba después del cuarto aguardiente que pasaba con una mala cara y limón. Con esa jurisprudencia amorosa me le enfrenté a la vida.

También le debo a Jorge que me hubiera enseñado a escribir con todos los dedos. Me metió en el disco duro el abc de la mecanografía. No quiero dedos ociosos sobre tu máquina Olivetti, decía.

En su casa improvisamos una velación pobre pero honrada. Con él no iba aquello de: “qué solos se quedan los muertos”. El vecindario hizo quórum. Los últimos en irse fueron los tres o cuatro borrachitos con los que celebraba la alegría de vivir. Las penas no se hicieron para él.

Al principio, tuve miedo de dormir cerca de su ataúd, en la cama donde murió. Finalmente, ronqué a pierna suelta. Como no tenií nada más qué dejarme, me regaló el mejor de los sueños.

El resto del surrealista ritual fue así: concurrida misa en Silvania con lágrimas del respetable. El cura nos encimó una espléndida homilía que parecía pensada para un muerto de más charreteras.

Por única vez, el tío Jorge montó en destartalada limusina entre Silvania y el horno crematorio de Chapinero donde convirtieron en cenizas su biografía de hombre de bien. Era de los que si tocaban a su puerta en la madrugada, era el lechero, un borrachito perdido, nunca la policía.

La compañía de correos hizo el mandado final: transportó sus restos hasta su casa en Medellín. Así regresó a sus raíces. “No murió, quedó encantado” por el resto de sus vidas. No lloramos su muerte: nos alegramos de su vida.

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