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La ciencia nos debe un brebaje que nos permita eliminar a voluntad recuerdos malos

La memoria, dicen los duchos, falla por la sobrecarga de datos.

La memoria, dicen los duchos, falla por la sobrecarga de datos. Crédito: Shutterstock

Papeles

La ciencia médica está en mora de perfeccionar un método, vacuna, pastilla, garrotazo, lo que sea, para borrar tanta información inútil que vamos almacenando en nuestro disco duro. Mucha de esa morralla reaparece por estas calendas decembrinas. Hay recalentamiento informativo. La memoria, dicen los duchos, falla por la sobrecarga de datos, no porque la cara se nos haya convertido en una sola arruga.

La ciencia nos debe un brebaje que nos permita eliminar a voluntad recuerdos malos (no todos, porque muchos son más interesantes que los buenos), fechas como el descubrimiento de América, el teléfono de la novia que nos echó… Pero veamos ejemplos decembrinos: El Brindis del Bohemio sigue ahí, a través de los años, fresco como una lechuga. (También esta expresión vino para quedarse).

El tal Arturo, “el bohemio puro”, me acosa con afán de pedófilo exitoso desde que me desconozco. Me desconozco desde cuando leía un texto y se me quedaba grabado.

Hoy me olvido del segundo que ya pasó. El tal brindis permanece en hibernación y reaparece por lo regular en diciembre sin que nadie le haya pedido que comparezca.

“Una voz varonil” grita de pronto por allá que le dé crédito al mexicano que parió esa pieza. Bueno, don Guillermo Aguirre y Fierro, está usted complacido. Lo peor del cuento es que el Arturo irrumpe en todas las fiestas de media petaca, y se hace sentir cuando la parranda se desborda etílicamente. Todos se creen con derecho a arrebatarse aquellos versos: “Brindo por la mujer, más no por esa…”. Diciembre sin el famoso Arturo es enero atravesado en media manga.

Sucede lo mismo con el detestable japiberdi que nos colonizó hace tiempos. Digamos que es un canto globalizado, sin encanto alguno. Todos creen saberlo, todos lo atropellan. Como si el palo estuviera pa cucharas como para durar tanto. Vendo mi alma al primer impostor, si alguien inventa algo mejor para los cumpleaños. Solo sé de los brasileños que se salen de ese libreto y gritan otra melodía que tampoco es gran cosa. La salva el estribillo. “Es grande, es grande, es grande”.

Volvamos a diciembre. El 31, así esté dormido o anestesiado, a mis espaldas, algo en mis entretelas empieza a cantar el “faltan cinco pa’ las doce, el año va a terminar, me voy corriendo a mi casa a abrazar a mi mamá”, del compositor Oswaldo Oropeza, canta Néstor Savarce. La mamacita, si todavía no es carne de eternidad, a esas horas debe estar pecando con el único amante que se regaló en vida: Morfeo.

Eso lo ignoran en las emisoras que empiezan a poner la canción desde diez, quince minutos, antes de la medianoche.

También el disco duro está lleno de villancicos. Esos se pueden quedar por unos días porque tampoco está bien terminar pareciéndose al personaje de Dickens que tomaba impulso para detestar diciembre. No me habría chocado nada saber el nombre del personaje de Mr. Charles (¿Ebenezer Scrooge?), para darle el merecido crédito. Pero la memoria hace lo que le da la gana. .

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