El controvertido negocio multimillonario que hizo que “vivir” se convirtiera en una enfermedad

El cura ha sido peor que la enfermedad aseguran los analistas

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Crédito: NOEL CELIS | Getty Images

¿Qué pasa si la manera en la que entendemos el mundo es errada? ¿Si no son ni los políticos ni los eventos los que moldean nuestras vidas, sino acuerdos comerciales hechos en secreto?

Muchos aspectos trascendentales del mundo en que vivimos han sido cambiados por personas de las que nunca hemos oído hablar, que transformaron nuestras vidas sin que nos diéramos cuenta.

Uno de esos aspectos fue la salud.

A finales de los años 70, Henry Gadsden, el presidente ejecutivo de una de las grandes compañías farmacéuticas, le dijo a una revista de negocios que la industria tenía un problema: estaban limitando su base de clientes al tratar enfermedades.

Si reinventaban la enfermedad, de manera que se pudiera tratar no sólo a los enfermos, sino también a quienes estaban bien, y lograban que tomar fármacos fuera tan cotidiano como masticar chicle, podrían medicar la vida moderna.

La estrategia fue hacer que el hecho mismo de vivir fuera una enfermedad y que todos nos convirtiéramos en pacientes.

La visión de venderle pastillas a todos impulsó la maquinaria de marketing de una de las industrias más lucrativas del planeta.

Nuevos desórdenes

En 1980, en una reunión de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría (APA), un psiquiatra presentó un nuevo manual que auguró un gran cambio en la manera en la que la enfermedad mental iba a ser definida y diagnosticada.

Se trataba de la tercera edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de Desórdenes Mentales (DSM-III, por sus siglas en inglés) de la APA, escrito por el psiquiatra Robert Spitzer y su equipo.

Su meta era clasificar cada condición mental, incluyendo nuevos desórdenes que se fueran identificando.

El DSM-III introdujo 265 categorías diagnósticas y transformó la teoría y práctica de la salud mental.

La psiquiatría cambió para siempre.

El experimento de los cuerdos

El manual también se explica porque desde hacía unos años, la profesión venía enfrentado una crisis de legitimidad.

Un famoso estudio llamado “El experimento de Rosenhan” reveló que se estaban internando personas en instituciones mentales sin diagnósticos claros.

En el experimento, diseñado por el psicólogo David Rosenhan, tres mujeres y ocho hombres sanos simularon sufrir de alucinaciones acústicas, afirmando que escuchaban voces diciéndoles “vacío”, “hueco” y “apagado”.

Siete fueron admitidos y diagnosticados con graves condiciones, incluyendo esquizofrenia.

Tras ser internados, los pseudopacientes se comportaron normalmente y le comunicaron a los responsables de las instituciones mentales que se encontraban bien y no tenían ningún síntoma.

A pesar de eso, varios pasaron meses recluidos, obligados a aceptar que estaban enfermos y a tomar medicamentos como condición para ser dados de alta.

La segunda parte del experimento se dio porque uno de los establecimientos retó a Rosenhan a mandar pseudopacientes para que su personal los detectara.

En las siguientes semanas, el hospital atendió a 193 pacientes e identificó a 41 como posibles pseudopacientes. Entre esos 41, 19 habían levantado las sospechas de al menos un psiquiatra y otro miembro del personal.

La verdad era que Rosenhan no había enviado a nadie a esa institución.

El manual salvador

DSM-III prometía salvar la profesión restaurándole credibilidad y, de hecho, la revolucionó.

“Usado bien, el DSM-III es un documento maravilloso. Es mucho mejor tener una sola forma de definir un desorden que 20 diferentes Torres de Babel”, le dijo a la BBC el psiquiatra Allen Frances, quien formó parte del equipo de trabajo de DSM-III.

“A los doctores, les dio la capacidad de comunicarse entre ellos y con los pacientes, de aprender y de investigar los desordenes usando un lenguaje común. El manual fue un fenómeno cultural, fue un bestseller“.

El psiquiatra explicó además que hay algo reconfortante en las etiquetas pues reduce la sensación del paciente de ser el único recipiente de una maldición (“no soy la única persona en el mundo que sufre de esto”), y a los médicos les da la sensación de “sabemos qué hacer, tenemos tratamientos”.

“El poder de etiquetar es un poder para ayudar pero también es un poder para destruir“, indicó Frances.

Vende la enfermedad para vender el remedio

“Tener criterios definidos”, explica Frances, “fue un factor muy valioso para mejorar la comunicación, pero peligroso en manos de las compañías farmacéuticas“.

La gama de nuevas enfermedades que el DSM-III ofrecía y el enfoque de diagnosticarlas valiéndose de una lista de verificación le permitieron a las compañías farmacéuticas crear nichos para el desarrollo de toda una serie de nuevos medicamentos, que luego eran tenazmente comercializados.

El psiquiatra ilustra lo ocurrido con el ejemplo de una de las más conocidas drogas legales.

“El DSM-III se publicó en 1980. En 1987, aparece el Prozac, que había existido durante unos 15 años. Esa cosa inútil de repente se convirtió en uno de los mayores éxitos de ventas en la historia de la industria farmacéutica”, señala.

“¿Cómo lo lograron? Mediante un marketing extremadamente inteligente y agresivo, que hizo uso del DSM-III como una manera de fomentar enfermedades. Vende la enfermedad para vender la píldora.

“Si logras que el público piense que los malestares y dolores de su vida son fácilmente solucionables con una píldora, entonces tendrás un fenómeno de mercadeo que generará decenas de millones de dólares cada año”.

“Fracasamos”

Para cuando se publicó la cuarta versión del DSM en 1994, más de la mitad de los miembros del panel tenían uno o más vínculos financieros con las compañías farmacéuticas.

En ese entonces, Allen Frances era presidente del equipo de trabajo.

“En todo el tiempo que trabajé con los DSM nunca me llamó nadie de ninguna compañía de medicamentos a decirme ‘haz esto’ o ‘elige a este tipo'”, aclara.

Apunta que para la 4ª versión recibieron 94 sugerencias para nuevos diagnósticos y sólo aceptaron dos.

“Intentamos proteger a las personas del exceso de medicamentos. Resultó todo lo contrario. Fracasamos”.

A pesar de las mejores intenciones, el DSM jugó un papel importante en la ampliación de las posibilidades de diagnóstico. Eso significó grandes ganancias para las compañías farmacéuticas.

Medicación por puntos

En 1991, la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos (FDA, en inglés) aprobó un nuevo antidepresivo del gigante farmacéutico Pfizer llamado Lustral, también conocido como Sertralina.

El gerente ejecutivo, Bill Steere, fue citado en ese momento diciendo que la empresa tenía tres objetivos.

El primero era acercar el marketing y la investigación. El segundo, acercar el marketing y la investigación. Y, sí, lo has adivinado, el tercero era acercar el marketing y la investigación.

El resultado del acercamiento pasó a usarse en todo el mundo.

Pfizer sabía que el 75% de las prescripciones para la depresión se recetaban en la atención primaria, por lo que proporcionaron los fondos para que el creador del DSM-III, Robert Spitzer, ideara una herramienta para que los doctores diagnosticaran la depresión más fácilmente.

Kurt Kroenke, profesor de Medicina de la Universidad de Indiana, EEUU, los ayudó.

“Desarrollamos la primera versión, que se llama PRIME-MD. Pero lo que realmente tuvo éxito fue la parte sobre la depresión que se llama PHQ-9, porque tiene nueve preguntas que son lo que llamamos los criterios o los síntomas de la depresión seria”, le cuenta Korenke a la BBC.

“Los pacientes y los médicos están acostumbrados a ver la presión sanguínea o el azúcar en la sangre en números, así que creamos un puntaje de 0 a 27 y se volvió muy popular“.

El cuestionario de salud del paciente, o PHQ-9, se convirtió rápidamente en el estándar de oro nacional e internacional. Los pacientes son calificados con una serie de preguntas sobre cómo se han sentido durante un período de dos semanas.

“Determina si sufres de depresión y, si es así, qué tan deprimido estás”, señala el psicoterapeuta e investigador James Davis, un crítico abierto de la escala de depresión.

“Cuanto más alto sea su puntaje en esa prueba, mayor será la probabilidad de que te recete un antidepresivo… De hecho, la prueba me aconseja que te recete antidepresivos si calificas en las categorías de moderada a grave”, explica.

“Y eso no quiere decir que las personas que están ‘levemente deprimidas’ no reciban antidepresivos”.

¿Las preguntas?

“Durante las últimas dos semanas, ¿con qué frecuencia te han molestado cualquiera de los siguientes problemas …”.

  • “Poco interés o placer en hacer cosas”
  • “Sentirse deprimido, triste o sin esperanza”
  • “¿Te sientes cansado o tienes poca energía?”
  • “Pensamientos de que estás mejor muerto o lastimándote a ti mismo”.

Si el puntaje es de 10 a 14 de 27, el diagnóstico es ‘moderadamente deprimido’ y se puede recetar un antidepresivo.

“Así que tienes a una farmacéutica estableciendo el criterio sobre lo que constituye una forma de depresión para la que se necesita una droga y al mismo tiempo fabricando esas drogas y enriqueciéndose”, denuncia Davis.

Para Kroenke, “era sencillamente una manera fácil de diagnosticar en medicina general. Es un punto de partida. Cuando tienes el resultado puedes decirle al paciente: ‘Tu puntaje es alto. ¿Qué piensas?'”.

“El PHQ-9 o cualquier escala de depresión es inocente. Depende de cómo se usa“, afirma.

La firma Pfizer dice que PHQ-9 nunca fue pensado para reemplazar las consultas con los doctores.

Y claramente hay un demanda genuina de medicamentos para quienes sufren de depresión clínica. Pero esa no es la gallina de los huevos de oro.

“Ahora es normal estar medicado, no la excepción”, subraya el psiquiatra Allen Frances. “Esas medicinas son esenciales… para el 5%. Pero son absolutamente perjudiciales cuando son usadas incorrectamente”.

“Medicamentos que son muy útiles para unos pocos se tornan peligrosos y dañinos para muchos”.

Y la depresión no es la condición más erróneamente diagnosticada en Estados Unidos.

Medio millón de niños

El trastorno por déficit de atención con hiperactividad o TDAH entró en la corriente dominante con la 4ª versión del DSM, que le dio la definición actual.

Un año después de su publicación, 500.000 niños en EEUU habían sido diagnosticados con TDAH.

Hoy, uno de cada 7 niños recibe tratamiento.

Pocos negarían que el trastorno existe pero la falta de una prueba médica definitiva significa que el TDAH ha sido interpretado erróneamente, sobrediagnosticado y publicitado a gran escala.

Muchas de las compañías farmacéuticas que comercializan medicamentos para el TDAH alguna vez se han referido a la investigación de un psiquiatra infantil prominente en este campo: Joseph Biederman, del Hospital General de Massachusetts.

En 2002, se reunió con el gran fabricante de medicamentos Johnson & Johnson pues quería crear un nuevo instituto de investigación de psiquiatría infantil en el hospital, pero necesitaba el dinero para hacerlo.

El resumen ejecutivo del acuerdo, en el que Johnson & Johnson se comprometía a subsidiar los costos por una suma de US$500.000 al año, incluye entre los criterios de las investigaciones a realizar: “Avanzará los objetivos comerciales de Johnson & Johnson”.

El hospital dice que el centro, que funcionó entre 2002 y 2006, tuvo fines científicos y educativos, y no de promoción de los productos de Johnson & Johnson.

No obstante, Biederman fue muy influyente para las compañías farmacéuticas con sus artículos sobre el TDAH en los que afirmaba que era generalizado y muy infradiagnosticado.

También promovió el trastorno bipolar en la infancia, diciendo que hasta niños de dos años podrían ser maníaco depresivos.

Un mercado de drogas antipsicóticas para niños se creó a partir de su investigación.

“Comencé a investigar el registro del doctor Biederman, reuniendo su investigación, revisando sus fuentes de financiación, hablando con la gente sobre él y su verdadera reputación”, le dijo a la BBC Scott Allen, periodista del diario Boston Globe.

“Descubrí que estaba a la vanguardia de la prescripción de medicamentos poderosos, antipsicóticos y antiepilépticos, anticonvulsivos para niños muy pequeños, y contaba con un gran respaldo financiero de las firmas farmacéuticas, muchas de las cuales vendían las medicinas que él recomendaba”, señala Allen.

“Más tarde se reveló que en sus presentaciones a las compañías farmacéuticas les decía con anticipación: ‘Así es como creo que irá la investigación si la financias’. Un senador estadounidense cuestionó: ‘¿Cómo puede anticipar el resultado de la investigación antes de hacerla?'”, señala Allen.

Biederman y sus asociados, Thomas Spencer y Timothy Wilens, acumularon millones en honorarios de consultoría de compañías farmacéuticas.

Ellos sostienen que el dinero nunca influyó en su trabajo.

“Todo eso fue corregido. Las personas como yo seguimos haciendo el trabajo pero sin beneficio personal. Ese dinero no me llega a mí, no hay remuneración personal. Va a la institución”, le aseguró Wilens a la BBC.

“Pero sigo muy convencido de que la academia necesita trabajar con la industria para encontrar mejores medicamentos”.

Escribir a lápiz

“Es muy, muy fácil dar un diagnóstico”, advierte Frances.

“Puedes hacerlo en dos segundos. Pero es casi imposible deshacerse de un diagnóstico. Una vez le ponen la etiqueta de TDAH o autismo a un niño de cinco años, puede perseguirlo por el resto de su vida”, agrega.

“A menudo el diagnóstico lo hace alguien sin mucha experiencia en 20 minutos, que desconoce los riesgos a largo plazo”.

Yo creo que los diagnósticos psiquiátricos deben escribirse a lápiz“.

Con TDAH, no se trata sólo del etiquetado, sino también del tratamiento de niños de 6 años o menos, en algunos casos.

“Hay 10.000 niños de 2 a 3 años en EEUU con drogas estimulantes. ¡No sabemos cómo funcionan estos medicamentos en niños!”, exclama el psiquiatra.

“Es un vasto experimento de salud pública sin consentimiento informado, que le da a niños con cerebros muy inmaduros medicamentos muy potentes, sin información sobre su impacto a largo plazo.

No deberíamos redefinir la infancia como un trastorno psiquiátrico“, sentencia el psiquiatra Allen Frances.

De aquí en adelante…

Pero el futuro de la industria farmacéutica no se limita a recetarle a la gente pastillas porque está enferma o no puede hacerle frente a ciertas situaciones.

En el futuro imaginado por las grandes farmacéuticas, no tomaríamos drogas para mejorarnos, sino para mantenernos en la flor de la vida.

En los últimos años, los estimulantes que se usan para el TDAH se han convertido en el fármaco preferido de muchos estudiantes que desean mantenerse alerta mientras se preparan para sus exámenes.

Estas “drogas cerebrales” cuentan con seguidores en el mundo de los trepadores corporativos del mundo actual.

Los nootrópicos, una combinación de compuestos, suplementos y estimulantes, supuestamente mejoran la función cognitiva, aumentan el estado de alerta y fortalecen la memoria.

Lo que no hay que olvidar es que estas drogas inteligentes que se han vuelto tan populares entre los millennials de Silicon Valley son medicamentos que uno no necesita tomar. Son extras opcionales para quienes están bien de salud, no una necesidad para los enfermos.

El nuevo Santo Grial

En cuanto a la enfermedad, el futuro es tratarla antes de que llegue.

Para quienes pueden pagarlo, eso ya es una realidad.

Hay clínicas que, con un mapeo de ADN, crean una evaluación de salud detallada e identifican riesgos. Luego ofrecen tratamientos para evitar las dolencias que podrías llegar a sufrir.

Así, la enfermedad clara y diagnosticable se torna en una lista difusa de males potenciales que quizás te afectarán en el futuro.

“Tengo un buen amigo que le aconseja a sus pacientes mayores de dos cosas: primero, no te caigas; segundo, no vayas al médico”, cuenta el psiquiatra Allen Frances.

“El problema del sobrediagnóstico y el sobretratamiento es muy endémico y muy serio”, agrega.

“Los muy ricos recibirán demasiado tratamiento que les será perjudicial, y para los demás la salud será un lujo difícil de costear, así que será perjudicial pues no recibirán cuidados”, concluye.

“¿Qué significa obesidad leve?”, pregunta Kurt Kroenke, profesor de Medicina de la Universidad de Indiana.

“Ahora se habla de prediabetes, ¿qué significa eso? Corremos el riesgo de diagnosticar en exceso a miles y miles de personas más”.

“Creo que, con todos los trastornos médicos y psicológicos, debemos tener cuidado de no etiquetar a la gente en lugar de simplemente educarla”, señala Kroenke.

Todos corremos el riesgo de enfermarnos de algo, pero si te dicen, por ejemplo, que tienes un riesgo de 25% de sufrir de Alzheimer cuando tengas 80 años, ¿cuál es tu reacción?

¿Te alegras de que tu ADN muestra que tienes una alta probabilidad de vivir hasta que seas octogenario o te preocupas por esa posibilidad y pagas por tratamientos para reducir el riesgo?

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