Por qué los médicos estuvieron alguna vez en contra de los laboratorios y los estetoscopios
Aceptar la teoría germinal o usar laboratorios y nuevos instrumentos parecía amenazar la autoridad médica
“La verdadera causa de la fiebre tifoidea no es un microbio, sino las terribles condiciones de vida de los pobres… El laboratorio falla por completo”.
Esa era la opinión del célebre cirujano abdominal escocés Lawson Tait, quien era enemigo no solo de la teoría microbiana o germinal de las enfermedades infecciosas sino también de los laboratorios bacteriológicos en la década de 1890.
Tait era un cirujano muy popular en Birmingham, Inglaterra, donde hacía miles de operaciones. Para él, la teoría germinal era…
“una doctrina asombrosa para alguien que tiene la costumbre de abrir el peritoneo diez, doce, quince veces por semana sin la menor consideración a la presencia o ausencia de gérmenes y sin la más mínima precaución para su destrucción“.
Desde su punto de vista, la “vida”, esa misteriosa presencia que distingue la materia viva de la materia muerta o inerte, “es el antiséptico más perfecto que tenemos…
“este hecho primordial es el que hace que todos los ‘cultivos’ y todos los experimentos de laboratorio fallen absolutamente en la obtención de resultados que puedan aplicarse con seguridad al ser vivo, particularmente al hombre“.
Los tres enemigos
Efectivamente, la teoría microbiana o germinal —la visión de que las enfermedades infecciosas son causadas por ciertos microorganismos y de que no te puedes contagiar sin la presencia de esos gérmenes— no tuvo el éxito instantáneo que quizás uno imaginaría.
Ni Louis Pasteur en Francia, ni Robert Koch en Alemania, ni Joseph Lister en Reino Unido lograron persuadir a todos sus colegas.
Ni siquiera la larga lista de enfermedades infecciosas cuyos microorganismos causativos habían sido aislados para 1906 convencieron a algunos médicos.
Durante siglos los males habían sido considerados como un desequilibrio en nuestros cuerpos o el resultado de algunas condiciones locales, como contaminación en el aire.
Por eso, la idea de que todo fuera causado por pequeños microbios específicos era inconcebible, así como lo era el que los doctores necesitaran consultar a quienes trabajaban en laboratorios sobre la identidad de las enfermedades antes de hacer un diagnóstico final.
Al final del siglo XIX no eran solo cirujanos como Lawson Tait quienes sentían que tanto ellos como sus valores estaban siendo atacados por esa nueva especie de investigadores de laboratorio. Muchos médicos sentían también que su histórico y honorable arte estaba siendo rechazado como si fuera meramente eso: arte, no ciencia.
Su autoridad y su dignidad como profesionales estaba siendo minada.
Sus enemigos, pensaban, eran tres:
- Los hombres de laboratorio (tanto bacteriólogos como fisiólogos experimentales);
- Los defensores de las especialidades médicas (un grupo claramente de mente estrecha, en comparación con generalistas como ellos);
- Los médicos que promovían los instrumentos en el diagnóstico, como el termómetro, o incluso el microscopio, que creían que podían inducir a error al médico.
Esos miedos prevalecían particularmente en Reino Unido y Estados Unidos, así que esos doctores identificaban a sus enemigos como primordialmente investigadores franceses y alemanas y sus seguidores.
Los fisiólogos se consideraban a sí mismos como caballeros, poseedores de cultura y el requerido carácter moral.
“Debemos ser hombres y caballeros primero antes de ser doctores u hombres de ciencia“, escribió por ejemplo uno de ellos en el British Medical Journal en 1906.
Mejor que los instrumentos
Para fines del siglo XIX, tales médicos se consideraban principalmente médicos clínicos. Trabajaban en privado o como consultores en los grandes hospitales.
Mientras que en París, por ejemplo, la medicina clínica había adoptado el estetoscopio como su instrumento principal para explorar el interior del cuerpo mientras el paciente todavía estaba vivo, los médicos en Londres todavía preferían usar las orejas directamente (sin estetoscopio) y el dedo.
Para ellos, la experiencia clínica era más importante que cualquier instrumento; era una especie de “conocimiento tácito”, imposible de reducir a un conjunto de reglas, que se enseñaba con el ejemplo.
Te daba un ‘sentido’ intuitivo para hacer buenos diagnósticos, te ayudaba a desarrollar ‘un buen ojo’.
¿Cómo se iba a poder reducir todo eso a números, instrumentos y seguimiento de reglas?
Arte y ciencia
En los países de habla inglesa hubo un individuo que hizo más que nadie para unir estos dos mundos: el clínico y el de laboratorio.
Permitió que el médico mantuviera su dignidad y sentido de “vocación”, al tiempo que lo alentaba a mantenerse al tanto de la ciencia médica.
Probablemente nunca hayas oído hablar de él si no eres médico. Se llamaba William Osler (1849-1919) y demostró que la medicina podía y debía ser un arte y una ciencia.
Aunque murió hace casi 100 años, la memoria de Osler todavía se mantiene viva, y su ejemplo sigue siendo un modelo a seguir por sociedades de médicos en Canadá, en Estados Unidos y en Reino Unido.
De hecho, es difícil encontrar a otro médico desde Hipócrates que haya mantenido seguidores activos mucho tiempo después de su muerte, y de quien nadie haya hablado mal alguna vez.
La iglesia de la curación
Osler nació en Canadá, hijo de misioneros anglicanos. Tenía la intención de convertirse en un ministro de la Iglesia anglicana también, y se inscribió en la Universidad de Toronto.
Pero esto fue en la década de 1860, y Osler, como muchos jóvenes de esa época, se vio seriamente afectado por la publicación de “El Origen de las especies“ de Charles Darwin, que apareció en 1859.
El efecto fue que, aunque siguió siendo profundamente religioso, perdió su fe cristiana.
La ciencia había minado la creencia.
Así que renunció a su entrenamiento para ser ministro, y comenzó a estudiar medicina.
El momento de la decisión probablemente llegó cuando estaba leyendo un libro de la década de 1640 escrito por otro anglicano angustiado: “Religio Medici” o “La religión de un médico”, de Sir Thomas Browne… el primer libro que compró Osler y el libro con el que fue enterrado.
El efecto a largo plazo fue que Osler abordó la medicina como si fuera una religión. De hecho, la llamaba “la iglesia de la curación”.
Cerrando la brecha
Tras graduarse en medicina en Montreal, estudió en Inglaterra y a su regreso a Canadá, enseñó, durante 10 años, los principios científicos de la medicina: fisiología, patología y terapéutica.
Luego fue invitado a ser profesor de medicina clínica en la universidad de Pennsylvania en Filadelfia. Su llegada fue recibida como “un soplo de aire fresco en una habitación sofocante“, y centró toda su enseñanza clínica al lado de la cama de los pacientes, no en la sala de conferencias.
La llamada a Baltimore fue la siguiente, en 1888, para ser médico jefe en el nuevo Hospital Johns Hopkins, establecido en el patrón de las escuelas de medicina alemanas.
Allá organizó un nuevo tipo de enseñanza para la medicina clínica, en la que los estudiantes examinaban a los pacientes y, como empleados, le informaban sobre ellos a su “jefe”, frente a los otros estudiantes.
En Johns Hopkins, Osler también ayudó a establecer el ‘laboratorio clínico’, y escribió el libro “Los principios y la práctica de la medicina”, publicado en 1891.
El título mismo del libro cierra la brecha: los principios son los principios científicos, la práctica es la práctica clínica. Ambos son parte de la medicina, y ambos deben ser estudiados y practicados por el médico.
En efecto, Osler argumenta que el laboratorio debe estar al servicio del médico:
“Así como el laboratorio clínico es una necesidad para el médico del hospital que se dedica a la solución de los problemas más avanzados de la medicina, el laboratorio privado es indispensable en el trabajo cotidiano del médico.
“Análisis de orina, hemogramas, exámenes de esputo… todo esto debe hacerse en casa por el propio médico … Si me preguntaran(cuál es)el arma más poderosa de la actualidad en manos del practicante contra todo tipo de charlatanes, yo respondería: la pequeña sala de laboratorio adjunta a la oficina del médico general“.
¡El laboratorio había sido dominado y domesticado!
Restaurando dignidades
En 1902 Osler, dirigiéndose a la Asociación Médica Canadiense, dio un excelente ejemplo de cómo hacía que los médicos sintieran que pertenecían a una profesión antigua, honorable y compasiva.
“Como todo lo demás que es bueno y duradero en este mundo, la medicina moderna es un producto del intelecto griego, y tuvo su origen cuando esa gente maravillosa creó ciencia positiva o racional (…)
Le debemos (a la escuela hipocrática) primero, la emancipación de la medicina de los grilletes de la superchería sacerdotal y la casta;
segundo, la concepción de la medicina como un arte basado en la observación precisa, y como una ciencia, una parte integral de la ciencia del hombre y de la naturaleza;
en tercer lugar, los elevados ideales morales, expresados en el más memorable de documentos humanos, el juramento hipocrático (…)
Ninguna otra profesión puede presumir de la misma continuidad ininterrumpida de métodos y de ideales. De hecho, podemos estar justamente orgullosos de nuestra sucesión apostólica“.
Esa imagen de la gran profesión con una gran historia fue ampliamente seguida y muchos médicos jóvenes empezaron a considerar su quehacer como más que una manera honorable de ganarse la vida papel: era un servicio a la humanidad.