“El Garufa” Muñoz, el boxeador a quien la cárcel convirtió en campeón

Oscar “El Garufa” Muñoz, el mexicano que gracias al boxeo se ganó el respeto y la admiración en una cárcel de la Ciudad de México y que ahora imparte sus conocimientos a menores de edad en un gimnasio al aire libre

Oscar "El Garufa" Muñoz en la CDMX.

Oscar "El Garufa" Muñoz en la CDMX. Crédito: Gardenia Mendoza | Cortesía

MEXICO.-  Oscar “El Garufa” Muñoz ya tiene un plan de vida aunque no ha pasado un mes desde que salió de la cárcel. Entrena niños interesados en el box con el respaldo de tres cinturones de campeonatos interreculusorios y la promesa a sí mismo de pasar a la gloria en el deporte. Ahora en libertad.

Lejos quedo el tiempo de los robos a transeúntes y cuentahabientes, de marcar territorio en el barrio Desarrollo Urbano Quetzalcóatl, en la capital mexicana. De meterse de buscapleitos a defender a las muchachas sin que éstas lo llamaran.

“La prisión para mi fue una bendición”, cuenta.

El Garufa lleva en la mano un vaso de café. Expreso doble. El gusto fuerte del grano molido lo aprendió también después de tres experiencias tras las rejas por reincidencia. Después de beberlo, se declara listo para la entrevista con este diario.

Camina con paso lento. Viste un short holgado color azul  y lleva los guantes colgados al cuello. Le caen por los costados del pecho hasta el estómago. Al salir de la cafetería, alguien le grita “felicidades, campeón”.

El boxeador está seguro que los comensales no saben nada sobre los títulos de boxeo que ganó mientras purgaba los siete años de la tercera sentencia. Tampoco saben que allá van muchos campeones en libertad para foguearse.

El Consejo Mexicano de Boxeo sí sabe que hay mucho potencial en el encierro y por eso organiza torneos junto con el gobierno de la Ciudad. Así llevó a Oscar González a enseñar y que le enseñaran. Ahí le ganó El Garufa. Nada volvería a ser igual.

“Que tengan un excelente día”, responde el boxeador a los bebedores de café que le lanzaron el cumplido. Sale a la calle hacia el camellón de la avenida Alfonso Reyes. Dice para la entrevista:

“Yo no era así. Antes no saludaba, era un arrogante, aunque no era nadie,

lo más bajo, escoria”.

Se quita la camisa y la dobla. Tiene varios tatuajes: una calavera abrazando a una chica, un rosario con una cruz, una leyenda que dice “que fácil fue quererte y qué difícil olvidarte”, un pez, un símbolo chino…

De una maleta saca cuatro cinturones de victoria. Se coloca uno de ellos y empieza a dar brinquitos de adelante hacia atrás. Lanza zurdas y diestras.

Un transeúnte se detiene. Pregunta al boxeador sobre los títulos y le pide que simule un manopleo. El Garufa se lo da y el otro dice que fue un placer conocerlo. Cuando se aleja concluye:

“Ahora soy esto”.

Manopla con un transeúnte. Foto: Gardenia Mendoza.

El pasado

Oscar Muñoz era un muchacho extrovertido. No le gustaba la escuela. Ayudaba a su mamá a vender especias en un tianguis. Pero era mucho trabajo y poco dinero la ganancia. Más fácil para un muchacho de 14 años era robar.

Dabas la vuelta en una esquina y tenían joyas, dinero en efectivo, relojes, cadenas, esclavas que vendías en cualquier parte y podías seguir con la fiesta, la droga y el rock and roll”, cuenta. “Así conocí a muchos amigos de la pandilla y así perdí a otros”.

En honor de uno de ellos, su nombre de boxeador es “El Garufa”, que en la jerga delictiva quieres decir “gandalla”, “abusador”.

A su amigo todos le decían “El Garín” pero Oscar Muñoz le cambió el apodo y años después cuando los entrenadores del Consejo Mexicano de Boxeo le pidieron un nombre artístico no se le ocurrió otro para él mismo.

Quizás fue un homenaje inconsciente.  “Lamentablemente yo casi lo vi morir”, recuerda.

“Yo estaba con la pandilla y él  llegó a cotorrear, a tomar una cerveza. Se quedó con nosotros hasta la madrugada. Ahí estábamos cuando vimos pasar un coche y luego ese mismo coche regresó, abrió la puerta, alguien sacó la mano y empezó a disparar”.

Oscar Muñoz se echó a correr, como todos. Cuando los balazos pararon regresó al sitio del ataque y vio que “El Pancho”, otro de sus amigos, estaba malherido. Lo recogió, lo llevó al hospital, le quitó el cinturón y lo dejó para volver al barrio. En el camino se encontraron con la familia de El Garufa.

“Se acaba de morir”, dijeron.

El ascenso

El Garufa piensa que tal vez ahora seguiría amargado de asalto en asalto. Yendo y viniendo entre los más de 25,000 reos encarcelados en la Ciudad de México, de no ser porque conoció al entrenador Benito “Mi Chaparro” Catalán Romero.

Cuando llegó a prisión había entendido muy bien que había que obedecer al mandamás de las jaulas.  Era vital para ganar ciertos privilegios, como un espacio para no dormir amarrado de las rejas porque no hay espacio para acostarse.

Pero se negaba a acatar otras órdenes.

“En el barrio éramos muy atrabancados llenos de alcohol y sustancias y nuestro carácter es una bomba de tiempo, a la menor provocación explota”, recordaba.

Mi Chaparro lo convenció de lo contrario. De que para ganar hay que obedecer y discernir. Aprender que cada acción y cada palabra o gesto tienen una reacción y que la disciplina rendía frutos. “Me quedó claro cuando empecé a ganar después de siete horas de entrenamiento diario”.

El Garufa
Con todos los cinturones de victoria. Foto: Gardenia Mendoza.

En la primera pelea se quería echar para atrás cuando vio que su rival “El Coria” era más fuerte y más alto. Pero su maestro lo reprendió y le dio una patada para subirlo al ring.

En 10 minutos era el campeón en tierra de boxeadores de éxito, de Julio César Chávez y Rubén ‘El Púas’ Olivares; de Juan Manuel ‘Dinamita’ Márquez y Érik ‘Terrible’ Morales… ¡México tiene más de 150 campeones mundiales de box!

Fuera de prisión se siente con más bríos. Ahora se gana la vida con las clases que da a pequeños de menos de 10 años en el gimnasio al aire libre que montó en su colonia. En el lugar de esta entrevista, otro niño se sienta a escucharlo.

Al final de la conversación, el chico se levanta. Toma su triciclo y se echa a pedalear. Mira al boxeador y le dice “adios”. El Garufa pone su mano en el corazón. Y sonríe.

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