“Cuando me di la vuelta, solo vi el caudal marrón del río”: la venezolana que perdió a su hijo de 4 años y a su marido cruzando el Darién
Rosmary González, su esposo y sus hijos sobrevivieron a la amenaza de hombres armados dentro de la selva. Cuando se sentían a salvo, un río cambió sus destinos
Rosmary González empacó latas de atún, galletas, pañales, suero para hidratación, algo de ropa y los juguetes preferidos de los niños.
Aunque los bolsos estaban repletos, encontró lugar en la mochila de su hijo Samuel para guardar su anillo de abogada y el sello que usaba para certificar los documentos legales en su país, Venezuela.
Samuel tenía 4 años. Como era el menor de sus seis hijos, Rosmary cargaría el morral del niño durante la travesía hacia Estados Unidos.
Cuando se instaló en Bogotá poco antes de la pandemia, junto con su esposo José y los chicos, Rosmary guardó el anillo y el sello en una gaveta para empezar desde cero, esta vez como ayudante de cocina.
Después de haber sido despedido durante el confinamiento y sortear un año sin empleo, José le propuso a su esposa cruzar el Tapón del Darién, la intrincada selva tropical que separa a Colombia de Panamá. Luego atravesarían Costa Rica, Nicaragua, Honduras, Guatemala y México, para ingresar finalmente a Estados Unidos por la frontera terrestre.
Las autoridades migratorias panameñas calculan que 211,355 personas atravesaron el Darién entre enero y octubre de 2022, una cifra nunca antes vista, muy superior a los 133,000 registrados en 2021.
Siete de cada diez eran venezolanos, y más de 32,000 eran menores de edad, según Unicef.
Rosmary cuenta a BBC Mundo que no quería marcharse de Colombia, pero haría lo necesario para que José se sintiera mejor. No se molestó en informarse sobre los rigores del recorrido. Su esposo se encargaría de todo.
José Quiróz era capitán de la marina mercante venezolana. Aunque la disciplina militar dictaba que debía obedecer sin cuestionar, se quejaba públicamente por la escasez que los obligaba a hacer largas filas para comprar comida en Valencia, una ciudad industrial ubicada a dos horas de Caracas.
Cuando sus superiores advirtieron que sería castigado si no guardaba silencio, José y Rosmary tomaron la decisión de emigrar de Venezuela.
Más de siete millones de personas han huido o emigrado de Venezuela durante los últimos siete años, un éxodo solo superado por la población de refugiados que ha escapado de la invasión rusa en Ucrania.
Bienvenidos a la frontera
La pareja integraba un grupo de 26 personas que partió desde Bogotá: el hijo mayor de 23 años, con su esposa y su hija Adriana, que estaba cerca de cumplir un año. El segundo hijo de 22, y los menores de 16, 8, 6. Y el más pequeño, Samuel, de 4. Los acompañaban un hermano de Rosmary con su esposa y su hijo pequeño, otros sobrinos y una amiga de la familia.
El grupo tomó una lancha en el puerto de Necoclí y desembarcó en Acandí, el municipio colombiano fronterizo con Panamá, al norte del departamento del Chocó.
Otros migrantes estimaban que podían llegar al extremo norte de la selva en menos de una semana. Sin embargo, Rosmary y José se prepararon para hacer un recorrido lento, pero más seguro y confortable para los niños.
Los guías colombianos les mostraron el camino hasta que llegaron a un aviso que decía: “Bienvenidos a la frontera de Panamá”. A partir de allí, avanzarían por su cuenta.
Siempre el río
Los coyotes aconsejaron, según el relato de Rosmary, bajar con cuidado las pendientes de lodo y buscar el río, siempre el río. Luego podrían orientarse con las bolsas azules y los trapos amarrados a los árboles, los rastros que otros guías y migrantes dejaban a quienes seguían sus pasos.
Cuando Samuel se quejaba de que le dolían los pies, su madre lo alzaba en brazos. Ocupada en el intento de pisar firme sobre las raíces de los árboles hundidas en el fango, Rosmary vio a un grupo de hombres vestidos con uniformes de campaña.
Pensó que era la guardia panameña, hasta que los hombres se acercaron y desenfundaron pistolas. Resultaron ser indígenas que controlaban aquel sector de la selva. Ordenaron a los migrantes venezolanos, y a un grupo de haitianos que atravesaba el mismo tramo, que se juntaran en la loma de una cuesta y entregaran todo el dinero.
“A los haitianos les gritaban: ‘Money, money!‘. Y para que entregaran los teléfonos celulares les decían: ‘Alta gama'”, recuerda Rosmary.
Unos metros más adelante, el grupo volvió a ser interceptado por indígenas vestidos de militares. Rosmary estaba segura de que era el mismo grupo de asaltantes.
Aunque sentía miedo, decidió confrontar al hombre que la apuntaba con una pistola: “¿Qué te vamos a dar si ya nos robaron todo?”, le dijo. “Somos venezolanos, ya nos quitaron la poca plata que traíamos”.
Los hombres arrebataron las mochilas. Al abrirlas y voltearlas, salieron desperdigadas las latas de atún, galletas y sueros de rehidratación oral. Los pañales de Adriana, la nieta de Rosmary que no había cumplido un año, absorbieron el agua marrón de un charco, recuerda.
Los hombres devolvieron las mochilas casi vacías y ordenaron a los migrantes que siguieran caminando.
“Comiencen a correr”
Fueron interceptados por tercera vez al día siguiente, cuenta Rosmary. El jefe de aquel grupo los insultaba, los maldecía. Ordenó que se sentaran con la cabeza gacha. Debían entregar todo lo que tenían. Rixio, el hijo de Rosmary de 16 años, comenzó a llorar.
El hombre le dio una patada al adolescente y no pudo parar. “¡Aprende a ser un hombre, carajo!”, vociferó mientras clavaba las botas contra las piernas y el torso de Rixio una y otra vez, asegura Rosmary.
Otro de los hombres tomó a Adriana, la bebé de menos de un año, y le metió el cañón de la pistola en la boca para obligarlos a entregar el dinero.
Rosmary levantó las manos en señal de rendición, suplicó al hombre que dejara de golpear a su hijo. Explicó que les habían quitado todo el día anterior. “Deja a mi nieta, por favor. No tenemos plata”.
La amiga de la familia que los acompañaba confesó que tenía $200 dólares en billetes doblados que había logrado esconder durante los robos anteriores.
El jefe de los asaltantes sospechó que podía haber más dinero. Le arrancó a Rosmary el bolso de Samuel y encontró el anillo de grado y el sello.
—¿Qué es esto? —preguntó enfurecido, recuerda Rosmary.
—Es mi anillo de grado y mi sello, ¿lo quieres? —respondió, dispuesta a decir lo que fuera necesario para disuadirlo de disparar si asumía que le había mentido.
El hombre se metió el anillo en el bolsillo, pero no encontraba qué hacer con el sello.
—Si quieres, destrúyelo —sugirió Rosmary —Pero no le hagas daño a los niños.
El hombre tiró el sello y lo pisoteó hasta que se rompió y quedó hundido en la tierra.
—Ahora se levantan y caminan. O mejor, comiencen a correr —amenazó el hombre —Si no corren, les vamos a disparar, relata Rosmary.
Esta vez los asaltantes se apropiaron de los bolsos. “Nos metimos en el monte corriendo. Teníamos miedo de que nos dispararan por la espalda”, recuerda.
“Calma, calma”
El sexto día de travesía les deparaba una nueva prueba: superar la corriente alta del río.
José recomendó a su esposa que cruzara sola; él se encargaría de Samuel y de otro sobrino. Un grupo de haitianos pasó primero. Rosmary se sumergió en el río, pero la corriente era tan fuerte que regresó a la orilla. Otro migrante de Caracas sugirió hacer una cadena, tomarse unos a otros de las manos para sostenerse mientras cruzaban.
El hermano de Rosmary iba a la cabeza, seguido por los haitianos y por ella, quien tomó la mano de la amiga que había entregado los $200 dólares. Detrás venía José con Samuel y un sobrino.
Cuando estaban en el medio del río, a la misma distancia de una orilla y la otra, Rosmary recuerda que pidió auxilio a los migrantes que ya habían cruzado. Un joven haitiano acudió en su ayuda, mientras la amiga que venía detrás soltó la mano de José.
Cuenta que las piedras chocaban contra sus tobillos. Resbalándose sobre las rocas, sintió que le faltaban fuerzas para salir. Otros migrantes la tomaron por un brazo, mientras ella sostenía la mano de su amiga.
Rosmary alcanzó la otra orilla y se dejó caer en el suelo. Cuando se dio la vuelta para buscar a José y Samuel, solo avistó el caudal marrón del río.
“Comencé a preguntar dónde estaban. Los haitianos no me querían decir, hasta que una mujer me puso la mano en el hombro y me dijo: ‘Calma, calma, a tu esposo y a tu hijo se los llevó el río'”.
Seis personas de aquella cadena habían desaparecido.
“En ese momento se me derrumbó todo. ¡Qué desesperación tan grande!”, cuenta Rosmary. “Comencé a gritar para que me ayudaran, mi hermano se lanzó al río y vio a José con los pies hacia arriba, mientras lo arrastraba el río. A los niños no pudo verlos”.
“Me arrodillé y comencé a llorar. Entonces los haitianos me levantaron y me dijeron: ‘Vamos, sigamos, no se derrumbe'”. Esa tarde, el grupo logró llegar al campamento de Lajas Blancas.
Rosmary se sentía incapaz de decidir qué hacer con el resto de su familia. “Soy hipertensa y tengo problemas de corazón. Todos los días le pedía a Dios que me diera la fuerza para seguir adelante y terminar de sacar a mis hijos de allí”.
Dos días después, las autoridades avisaron a Rosmary que habían encontrado el cuerpo de Samuel. Ella no se atrevió a reconocerlo.
Tras permanecer dos semanas en el refugio, a la espera de que las autoridades encontraran el cadáver de José, Rosmary salió de la selva. El plan de llegar a Estados Unidos sin su esposo le pareció inviable, así que decidió instalarse en Panamá.
“No ha sido fácil criar a mis hijos sola”, dice en una llamada telefónica desde La Chorrera, una localidad a 37 kilómetros de Ciudad de Panamá. “Quien me ha sostenido aquí ha sido Dios”.
José y su sobrino nunca aparecieron.
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