Nada que ver con inmigración

El hecho de que los sospechosos hubieran nacido en el extranjero era conveniente para los opositores a la reforma

Vista del último tramo del maratón de Boston, minutos después de la explosión registrada el lunes.

Vista del último tramo del maratón de Boston, minutos después de la explosión registrada el lunes. Crédito: Archivo / AP

Boston

¿Cuándo, la historia del atentado en la Maratón de Boston, viró y se convirtió en una historia conectada con la inmigración?

Las semillas se plantaron hace más de 200 años. No mucho después de que los Padres Fundadores redactaran la Constitución “para forma una unión perfecta”, los estadounidenses comenzaron a preocuparse no sólo con respecto a quiénes llegan a nuestras tierras, cuántos son y de dónde vienen, sino también sobre cómo se comportarán los recién llegados.

Siempre ha existido el temor de que los inmigrantes cometieran una cantidad desproporcionada de delitos. Los que practicaban religiones con ritos y costumbres que, para algunos, podían parecer extrañas (véase: el catolicismo) eran considerados diferentes; y diferente equivalía a anormal. La suposición era que los que son diferentes no obedecen las reglas.

Y en verdad, incluso con los grupos étnicos que, en su mayor parte, vinieron a Estados Unidos legalmente —alemanes, irlandeses, italianos, judíos, etc.— siempre hubo individuos que se apartaron de la ley una vez que llegaron al país. Y cuando esas personas hacían cosas terribles, era fácil llegar a la conclusión de que eso se debía a que formaban parte de una cultura que, de alguna manera, era moralmente deficiente.

Por supuesto, había, y siempre ha habido, blancos-anglosajones-protestantes que cometían delitos. Pero, por algún motivo, esas amplias generalizaciones e imputaciones nunca se extendían a ese grupo.

Otra inquietud constante era que el proceso de inculcar en los recién llegados los valores estadounidenses que habíamos calificado como más sanos no se afianzaría, que los inmigrantes no se asimilarían ni dejarían su cultura. Y cada vez que los que habían llegado en la última ola adquirían esa mentalidad, comenzaban a clamar que se levantara el puente levadizo y se mantuviera a los indeseables afuera.

En esta nación de inmigrantes que siempre ha temido a los inmigrantes, así es como actuamos.

Por tanto, es decepcionante, pero no terriblemente sorprendente, que —casi inmediatamente después de que se supiera que los hermanos Tsarnaev, étnicamente chechenos, (Tamerlan, de 26 años y Dzhokhar, de 19) eran los principales sospechosos de los atentados— algunos comenzaran a preocuparse no sólo del terrorismo y la seguridad pública, sino también de la política migratoria, que muchos temen que se ha vuelto tan indulgente como para convertirse en un pacto suicida.

Pronto, los políticos, comentaristas y ciudadanos comunes sugirieron que el aberrante acto que estos jóvenes habían presuntamente cometido estaba conectado con quiénes eran y de dónde provenían. Es más, para los que quieren cerrar las puertas a todo tipo de extranjeros —y anular la posibilidad de que se apruebe la primera reforma migratoria significativa en más de un cuarto de siglo— el hecho de que los sospechosos hubieran nacido en el extranjero era sumamente conveniente.

De hecho, pocos días después del atentado, antes de que se supiera poco y nada, el senador republicano, Chuck Grassley, de Iowa, expresó al Comité Judicial del Senado: “Dados los acontecimientos de la semana, es importante que comprendamos las brechas y agujeros presentes en nuestro sistema migratorio. Aunque aún no conocemos la categoría migratoria de los individuos que han aterrorizado las comunidades de Massachusetts, cuando lo sepamos, ayudará a echar luz sobre las debilidades del sistema.”

Lo que se destacó fue la debilidad del argumento de Grassley y su intento transparente de conectar los atentados de Boston con la reforma migratoria. No importa que ambos hermanos Tsarnaev vinieran a los Estados Unidos legalmente, y pasaran la mayor parte de sus años formativos en este país. No importa que, según los que los conocían, no hubiera habido indicios de una extremismo radical —nada que hubieran detectado los funcionarios de inmigración y utilizado como una excusa para prohibir su ingreso.

Según casi todas las versiones, eran dos jóvenes comunes y corrientes que se criaron en Estados Unidos. Al presidente de Chechenia, Ramzan Kadyrov, no se le escapó ese punto cuando en una declaración en Instagram, disputó toda conexión entre los hermanos y su república. Kadyrov dijo de los presuntos terroristas: “Se criaron en Estados Unidos, y sus actitudes y creencias se formaron allí. Es necesario buscar las raíces de este mal en Estados Unidos.”

Parece un buen consejo. Como hemos aprendido en el curso de los años mediante numerosos actos de violencia —Oklahoma City, Columbine, Aurora, Newton, etc.— los estadounidenses no necesitamos importar el mal. Podemos cultivar nuestra propia maldad.

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