La fiesta está en el corazón

Conservo intacto el romaticismo pese a lo que digan los científicos

Hay quienes no pierden la ilusión en el amor.

Hay quienes no pierden la ilusión en el amor. Crédito: Morgue File

Al grano

Debería haber castigo para los científicos que se empeñan en matar el romanticismo. Son obsesivos dándole sentido práctico y probado a los asuntos relacionados con la vida, cercenándonos la dicha de idealizar amores, sentimientos y pasiones perdurables.

En algunos casos malogran la fe, cuando explican de manera escueta y simple el origen del hombre. Para ellos, el corazón es una máquina que bombea sangre al cuerpo y no reconocen que poetas, compositores y líricos, inspirados en ese órgano vital, plasman maravillosos instantes de amor.

Cada vez que sale una noticia sobre avances médicos en relación al corazón, siento que muere un poco el romanticismo que brota del alma. Me impresionan las imágenes de los aparatos artificiales y peor aún saber que están fabricándolos con material orgánico, imitando al del ser humano.

Me desilusionan los médicos que difunden la idea de que el corazón es un órgano de segunda y dicen que los sentimientos están en el hígado.

La teoría se basa en que cuando alguien “nos mueve el piso” es por el efecto de un proceso químico. El hígado suelta la hormona glucocorticoide, una especie de acumulador de energía. Al liberarse, junto a la adrenalina, hace que nos sintamos bien con la persona que nos atrae.

Desde los tiempos de Babilonia ya se creía que los sentimientos estaban en el hígado y el alma en el corazón. “Te amo con todo mi hígado”. “Te llevo en mi hígado”. ¡Qué grotesco suena eso!

Para acabar de liquidar el romanticismo, los neurólogos han dicho que es un asunto cerebral, por el incremento de la hormona dopamina, el químico del amor, el cual produce sentimientos de satisfacción y placer.

Hay quienes no pierden la ilusión en el amor, como yo, y su inspiración salida del corazón. Por eso hago parte de los que reprochamos a ciertos juglares que de alguna manera se han encargado de echarle leña al fuego, intentando liquidar lo poco que los científicos nos dejan.

Por ejemplo, Enrique Jardiel Poncela, autor del libro Amor se escribe sin hache, expresa que “el amor es como la salsa mayonesa: cuando se corta, hay que tirarlo y empezar uno nuevo”. El escritor Jacinto Benavente aseguraba que: “El amor es como Don Quijote: cuando recobra el juicio es para morir”.

Otros dicen que no importa si es en el corazón, el hígado o el cerebro donde se afinca el amor, porque finalmente no es perdurable. ¿Qué sentido tiene hacer promesas eternas si, de acuerdo a los científicos que desmitifican el corazón y a ciertos escritores desesperanzados que lo matan, el amor es efímero? ¿para qué luchamos tanto por él?

El amor muere y subsiste la costumbre, dogmatizaba uno de mis profesores de filosofía. Yo, que todavía conservo el romanticismo en la relación de pareja, no pierdo la esperanza del inmortal, aunque algunos seres humanos nacieron con un corazón marchito y quizás por eso no entienden el sentido real de amar.

Estoy dispuesto a librar batallas de emociones, frente a esos escépticos, en defensa de la ternura y los amores indestructibles. No espere hasta mañana para decirle a esa persona que la ama, porque el tiempo es un ladrón y la fiesta de los sentimientos sinceros se lleva en el corazón.

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