Un bufón de la ópera de Beijing
El teatro chino es milenario, y su rica tradición nos sigue deslumbrando. Sus máscaras, y pongo por caso las del período de la dinastía Ming, admiran por su poder expresivo. El color de esas máscaras determina el carácter del personaje que el actor representa. Amarillo para la ambición, azul para la astucia, verde para la impetuosidad. En las representaciones donde aparecen emperadores, los bufones de la corte llevan la cara pintada con trazos de albayalde alrededor de los ojos y la nariz, para realzar así su doblez. La máscara siempre esconde algo, o esconde a alguien.
Todo esto de las máscaras viene a cuento cuando uno piensa en Wang Jing, el dueño del Gran Canal de Nicaragua, ese personaje que parece salido, aún recién maquillado, de los camerinos de la ópera de Beijing; y lo presto provisionalmente a este artículo porque bien merece una novela donde la dualidad y el misterio barato se darían la mano con la comicidad que siempre se extrae del absurdo, toda una comedia de equívocos detrás de la cual se alza una gran tragedia, representada en el vasto escenario que es la geografía atribulada de un país.
Este Wang Jing de mi ópera bufa enseña en su currículo el título de médico herbolario obtenido en una universidad de Beijing cuyo nombre, misterio gratuito o falacia acomodada, prefiere no revelar. Un médico herbolario que se fue a buscar fortuna a Camboya en la explotación de minas de oro a cielo abierto, siguiendo el alegre mandato que el presidente Den Xiaoping dio en 1992: “vayan y enriquézcanse…pero nunca se metan en política”. Aun así, Wang no da la medida para codearse con los extravagantes megamillonarios que hoy pueblan la República Popular China.
Sus íntimos colaboradores lo llaman chairman, porque a él así le gusta, el chairman Wang. Un mural de la escuela del viejo realismo socialista, en el que aparece en primer plano el chairman Mao Tsedong, destaca en su oficina de la empresa Xinwei en un parque industrial al norte de Bejing, adornada también con docenas de modelos a escala de aviones caza, plataformas de lanzamiento de cohetes, carros blindados y satélites militares, toda una parafernalia insólita para un médico herbolario que se hizo empresario de telecomunicaciones sin saber nada de teléfonos celulares, según confiesa.
En septiembre de 2012 apareció por primera vez en Nicaragua porque Xinwei había ganado una licitación para establecer una red de telefonía móvil, bajo la patente McWill, con una inversión de 2.000 millones de dólares. No hubo contrincantes, pues la banda de transmisión requerida sólo se usa en China. Los trabajos de la red nunca comenzaron, y la página web de McWill se halla permanentemente bloqueada. En Ucrania aún esperan que Xinwei se haga cargo de la concesión que recibió años atrás. También puede ser una novela de fantasmas la que estoy proponiendo.
Un año después regresó para firmar el tratado Ortega-Wang que le concede derechos absolutos por un siglo sobre el Gran Canal que promete construir en apenas cinco años, igual que los genios de las Mil y una Noches transportan montañas y levantan palacios en un abrir y cerrar de ojos. Esta vez venía acompañado de una vistosa corte, piezas de caza mayor, que causó la admiración de muchos, entre ellos el politólogo Arturo Cruz, ex embajador de Ortega en Washington: “McLarty es una de las principales compañías de cabildeo en Estados Unidos…pero cuando me percato que McKinsey está también trabajando con esta iniciativa… ¡es una firma inmensa!…Todos los que se gradúan en las grandes escuelas de negocios en el mundo quieren trabajar para ellos….Ya estás hablando de McKinsey, de McLarty, y ahora estás hablando también de Kirkland, que hasta hace unos pocos años era el quinto bufete de mayor tamaño en Estados Unidos…”
¿Quién está pagando todos estos lujosos servicios? Wang, de su propio bolsillo, según declara humildemente. Porque no se arredra ante la descomunal tarea de partir en dos un país del que hasta hace poco nada había llegado a sus oídos, tan ignoto que, según sus palabras, presenta amplias zonas borrosas en los mapas de Google. Y para hablar de la misión que le ha dado el destino, se desprende de sí mismo en tono mayestático: “Los nicaragüenses han tenido este sueño por centenares de años y de pronto aparece un chino y les dice que tiene un plan. Se quedaron sorprendidos”. El chino, por supuesto, es él. En Beijing, al enseñar la ruta que seguiría el canal en un mapa, el mapa estaba al revés; al voltearlo, se adivina que se trata de la ruta del río San Juan, fronterizo a Costa Rica.
Pero semanas después había cambiado de opinión, y también desde Beijing, su capital imperial, anunció que la ruta sería otra; según parece, la gusta jugar con los crayones de colores para trazar gruesas líneas en el mapa de Nicaragua: desde el puerto de Bluefields en el Caribe, el Gran Canal entraría al Gran Lago para salir hacia el Pacífico, no obstante que cuatro mil personas, según sus propias cuentas, seguían trabajando en los estudios de factibilidad.
HKND es la compañía propiedad suya, inscrita en el paraíso financiero de Gran Caimán, que recibió del gobierno de Ortega la concesión del Gran Canal. A los pocos días desmentía a su dueño único. “La decisión sobre la ruta final se basará en estudios técnicos, ambientales, comerciales, comunitarios y otras investigaciones que se están desarrollando”, reza el comunicado. ¿Cómo puede contradecir una empresa a su dueño absoluto?
Al asegurar que el Gran Canal era un proyecto serio, Wang afirmó que no quería convertirse en el hazmerreír del mundo, y por tanto no iba a fallar. Pero ya se ha convertido. Hasta aquí la comedia. La tragedia es que este bufón de la ópera de Pekín, es ahora dueño por un largo siglo de la soberanía de Nicaragua, mediante un tratado regalado. O quien esté detrás de su máscara.