El problema es el autoritarismo
Dani Rodrik
¿El Islam es fundamentalmente incompatible con la democracia? Una y otra vez los acontecimientos nos obligan a formular esta pregunta. Y, sin embargo, es un interrogante que oscurece más de lo que ilumina.
Turquía, Egipto y Túnez son países muy diferentes, pero hay algo que comparten y son gobiernos islamistas (al menos hasta hace poco en el caso de Egipto). En diverso grado, estos gobiernos han minado sus credenciales democráticas al no ofrecer derechos civiles y humanos y al emplear tácticas duras contra sus opositores. A pesar de sus repetidas promesas, los líderes islamistas han manifestado poco interés por la democracia más allá del triunfo en las urnas.
De manera que a quienes creen que la destitución del gobierno del presidente egipcio Mohamed Morsi estuvo justificada no les falta razón. El régimen de la Hermandad Musulmana se volvió cada vez más autoritario y pisoteó los ideales y aspiraciones de la revolución de la Plaza Tahrir que derrocó al ex presidente Hosni Mubarak en 2011.
Sin embargo, el respaldo que recibió el golpe militar de parte de muchos liberales egipcios es difícil de entender. Juegos de palabras inteligentes no pueden ocultar la esencia de lo que sucedió: un gobierno que llegó al poder en una elección justa fue derrocado por el ejército.
Algunos creen que las intervenciones militares pueden servir como un cambio de curso útil. El secretario de Estado norteamericano, John Kerry, dijo que el ejército egipcio estaba “restableciendo la democracia”. Y el ex embajador norteamericano James Jeffrey recurrió a la experiencia de Turquía, y al golpe de 1980 en particular, para sostener que el ejército podía ayudar a “moderar los movimientos islamistas”.
La noción de que un árbitro políticamente trascendente e imparcial puede intervenir para impedir el abuso de poder y revitalizar la democracia es atractiva. Pero la propia historia de Turquía la contradice. Es cierto, el ejército turco no estaba interesado en gobernar directamente y les devolvió el poder a los gobiernos civiles luego de sus golpes. Aun así, sus repetidas intervenciones dañaron enormemente el desarrollo de una cultura política democrática.
En definitiva, la democracia descansa en un quid pro quo implícito entre los grupos rivales, según el cual cada uno acuerda proteger los derechos de los otros a cambio del reconocimiento de su derecho a gobernar en caso de ganar una elección. Las estipulaciones constitucionales por sí solas no pueden asegurar un resultado de esta naturaleza, ya que quienes están en el poder pueden ignorarlas fácilmente. Más bien, las normas de un comportamiento político apropiado deben plasmarse en las instituciones perdurables del sistema gubernamental —sus partidos políticos, parlamentos y cortes— para impedir el abuso de poder.
Lo que sustenta estas normas es el conocimiento de que minarlas tendrá consecuencias que afectan a todos. Si yo no protejo tus derechos cuando estoy hoy en el poder, tú tendrás pocos motivos para respetar los míos cuando llegues al poder mañana.
Cuando una fuerza externa como el ejército interrumpe este juego, ya sea directamente o porque uno de los partidos puede depender de su intervención, la dinámica del comportamiento político cambia irrevocablemente. La pérdida de continuidad en los partidos políticos, los procedimientos parlamentarios y los procesos judiciales alienta el cálculo a corto plazo y genera prácticas no liberales. Esta es exactamente la dolencia de las democracias jóvenes.
También es el problema que aqueja a la democracia turca, a pesar de su historial más extenso. Cuando el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) del primer ministro Recep Tayyip Erdogan llegó al poder en 2002, no sólo no tenía una cultura democrática, sino que también tenía mucho que temer por cómo podía reaccionar la vieja guardia secularista-militar. De modo que actuó exactamente guiado por su miedo, y así lanzó una serie de juicios ejemplarizantes que apuntaban a altos oficiales militares y otros supuestos opositores. Cuando el gobierno de Erdogan terminó perdiendo el respaldo de los liberales que en un principio lo habían apoyado, tomó medidas enérgicas contra los medios y la libertad de expresión.
Dado este telón de fondo de represión y democracia interrumpida, el fracaso de los islamistas en Egipto y Turquía nos dice menos sobre la compatibilidad del Islam con la democracia de lo que podríamos pensar. ¿Morsi y Erdogan se comportaron como lo hicieron por sus ideologías religiosas o la mayoría de los líderes políticos que buscan retener el poder habrían actuado de manera similar de haber estado en su lugar? A América Latina, donde el Islam no juega ningún papel político, no le faltan líderes populistas fuertes que reiteradamente violan las libertades civiles y los derechos políticos.
Nada de esto condona el abuso de poder de los líderes islamistas. Pero, del mismo modo que las repetidas intervenciones del ejército turco contra una potencial amenaza islamista han obstruido la democracia, el derrocamiento de Morsi por parte del ejército egipcio no ayudará a restablecerla. No se puede esperar que una entidad que es autoritaria y jerárquica por naturaleza proteja y promueva una transición democrática. Se puede justificar una intervención militar cuando un país se encuentra al borde de la guerra civil, como Turquía en 1980 (y podría decirse Egipto en julio); pero no deberíamos confundir restablecer el orden con restablecer la democracia.
Si bien la batalla por la democracia se debe ganar o perder en casa, las fuerzas externas efectivamente tienen un papel que desempeñar. Los actores internacionales como las organizaciones de derechos humanos pueden documentar y publicitar de manera útil las violaciones de los derechos y otros abusos de poder.
Los países democráticos —particularmente Estados Unidos y miembros de la Unión Europea— pueden denunciar prácticas autoritarias con una voz clara y resistir la tentación de hacerse amigos de los bravucones regionales para obtener una ventaja estratégica a corto plazo. Dada la globalización económica y las comunicaciones globales, los gobernantes autocráticos obtienen casi tanta fuerza de su posición internacional como de su control de las instituciones domésticas.
Lo que no ayuda —y, de hecho, se vuelve en contra— es que los actores externos vean la crisis política de las sociedades de Oriente Medio como el resultado de una división islamista-secularista. Esta perspectiva favorece directamente a los gobernantes autoritarios como Erdogan, que pueden utilizar la percepción de islamofobia de las potencias extranjeras para movilizar su base política. Los abusos de los derechos humanos y las violaciones del régimen de derecho deberían ser denunciados por lo que son —sin vincularlos a la cultura o la religión.