La humanidad de migrantes y refugiados
Los une su valor como seres humanos, a quienes la comunidad global ―y sobre todo los países más privilegiados― deben ayudar.
El pasado fin de semana otra frágil embarcación preñada de migrantes naufragó en las costas de Grecia. Mohammed Reza, de 18 años de edad, fue uno de los sobrevivientes. Huyó de Afganistán y dejó al resto de su familia en Irán. Aseguró que mientras estuvieron varados por horas en el mar, ni la Guardia Costera de Grecia o de Turquía los socorrió: “En ese momento, todos nosotros, pensamos que no valíamos nada, que no éramos humanos”.
El desplazamiento de sirios ha puesto de relieve la crisis de refugiados y migrantes en todos los puntos de nuestro planeta. Los desplazan la miseria económica, el hambre, las guerras civiles y las que libran contra naciones vecinas, además de que los acecha la explotación sexual, la trata de seres humanos, el narcotráfico, la corrupción y brutalidad de sus respectivos gobiernos, así como la atrocidad de grupos que quizá existían, pero que se reforzaron tras estrategias bélicas de medias tintas, luego de guerras sustentadas en mentiras.
Tienen muchos denominadores comunes y huyen buscando lo mismo: un lugar donde ganarse la vida y proveer techo, alimento y mínima seguridad a su familia.
¿Son algunos más importantes que otros? Por supuesto que no. Los une su valor como seres humanos, a quienes la comunidad global ―y sobre todo los países más privilegiados― deben ayudar.
Después de todo, muchos de estos desplazados huyen, en muchas instancias, por situaciones creadas o sustentadas por esos mismos países más privilegiados.
No soy experta en el Medio Oriente, pero no hay que ser un genio para saber que muchas de las situaciones actuales empeoraron tras los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, cuya respuesta inicial fue adecuada: atacar a quienes habían perpetrado los siniestros; pero poco a poco fue degenerando en estrategias injustificadas, incluyendo una guerra en Irak basada en mentiras que aún hoy sigue teniendo secuelas en Estados Unidos y a nivel mundial.
Tampoco tenemos que irnos lejos. Desde que México inició su guerra contra el narcotráfico en 2006, se calcula que han habido más de 60 mil muertes. Aquí al ladito. A eso súmele la corrupción gubernamental, la violencia, la mala distribución de la riqueza y tiene los elementos que justifican que a diario miles de mexicanos quieran venir a este lado buscando una mejor vida para ellos y sus familias.
Lo mismo puede decirse de muchos países de América Latina, pero especialmente naciones centroamericanas sumidas en la violencia, como Honduras y El Salvador, por nombrar sólo a dos. No olvidemos a los hermanos caribeños de República Dominicana, Cuba y Haití que también hacen la peligrosa travesía buscando un mejor futuro.
No todos son considerados refugiados por provenir de países “amigos”.
Como en las situaciones de otras partes del mundo, aquí también se pasa por alto nuestra responsabilidad compartida en muchos de estos flagelos. Cuando el puntero republicano por la nominación de su partido, Donald Trump, declaró que los mexicanos son narcotraficantes, no sólo cometió el error de echar a todos los inmigrantes en un mismo saco, sino que olvidó agregar que las drogas llegan para quienes las consumen de este lado en cada rincón del país, desde las grandes urbes hasta los pequeños poblados.
Y cuando Trump asegura que los inmigrantes son una carga o intenta enfrentarlos con los trabajadores estadounidenses de cuello azul, parece olvidar que ha sido el imán de los trabajos ofrecidos por sus colegas empresarios el que ha hecho que estos inmigrantes lo arriesguen todo para trabajar por menos dinero, sin prestaciones y sin protecciones de ningún tipo.
Mohammed Reza sintió que no era humano. Pero él y los refugiados y migrantes, sean de Siria, de Honduras o de México, merecen que ésta y otras potencias mundiales los traten, precisamente, como seres humanos.