Una pulsera y una clave; el “equipaje” de una familia salvadoreña para llegar a EEUU

Conoce la historia de Horacio, que junto con sus padres y hermanos huyeron de su país por amenaza de los "maras"

Inmigrante

Horacio fue deportado Crédito: EFE

SAN SALVADOR – La familia de Horacio abandonó El Salvador al completo en 2016 tras recibir amenazas de muerte de las “maras” o pandillas e inició un viaje que les llevó a EEUU por la ruta más peligrosa, la del río Bravo, en la que una pulsera y una clave eran su escudo frente a los “narcos”.

Horacio, deportado y solo en El Salvador con sus 19 años, recuerda que fue un jueves cuando abordó junto a sus padres y sus dos hermanos menores un autobús hacia Guatemala para encontrarse con el “coyote”, al que contactaron mediante “conocidos“.

A partir de allí, Horacio y su familia se sumaron al flujo de emigrantes irregulares que cruzan Centroamérica por caminos a menudo controlados por bandas criminales y carteles de la droga.

Dos días después, cruzaron la frontera entre Guatemala y México ocultos en una camioneta y llegaron a Chiapas, suroeste mexicano, donde su vida se redujo a viajar sofocado en camiones, ocultarse en casas de seguridad, padecer sed y hambre.

“En cada casa a la que llegábamos había gente de distintos países, (…) dormíamos en el suelo sobre colchonetas desgastadas, sucias, con insectos” y “siempre que nos movían, lo hacían de noche” para pasar los retenes policiales, aunque en su mayoría eran sobornados para dejar la vía libre, relató.

Por cientos de kilómetros “íbamos acurrucados en las camionetas, no podíamos parar, solo podíamos orinar si teníamos una botella, si queríamos defecar había que aguantarse”, agregó Horacio, que todavía entonces tenía la esperanza de dejar atrás definitivamente la violencia de las “maras”.

Fue en el momento en que una piedra rompió el parabrisas del tráiler en el que iba con su familia y un revolver se posó en su frente cuando Horacio vio claramente cómo su éxodo se convertía en un vertiginoso descenso a los infiernos del tráfico de migrantes.

Vapuleados, maltratados y desvalijados, Horacio, su familia y otros tres emigrantes fueron subidos a una furgoneta “pickup” que los alejó de su ruta y con rumbo desconocido.

Un fortuito fallo mecánico y la aparición “milagrosa” de un patrulla policial los libró de los secuestradores, que huyeron.

La madre de Horacio, “angustiada y llorando por la situación por la que habíamos salido del país, les dijo (a los policías) que no podíamos regresar” y les pidió “el inmenso favor” de dejarlos seguir.

Uno de los oficiales “nos dijo que nos iba a dar la oportunidad de que no nos iba a remitir a Migración, sino que nos iba a dejar en una terminal (de autobuses) para que nos fuéramos a donde teníamos que irnos”, añadió, defendiendo que no tuvieron que sobornarlo.

A la terminal llegó otro guía, que los llevó a una casa de seguridad donde pasaron varios días. El chófer que debía llevarlos a Monterrey desapareció con el dinero.

“Yo no confiaba en nadie ya (…), no habíamos comido, estábamos deshidratados, desvelados, habían niños llorando, era un calvario para nosotros: teníamos la agonía de que llegaran a secuestrarnos, que llegaran los federales y nos deportaran”, dijo.

Los coyotes les mandaron un nuevo guía para reiniciar el camino, a ratos en tráiler y durante horas a pie, hasta llegar a Monterrey, por una región que es “zona roja” por la disputa entre Los Zetas y el cártel del Golfo.

“Te dan una pulsera y una clave” para cruzar esta zona de máximo riesgo, con las que el cartel, bajo cuya sombra se desplazaban, los pudiera reconocer.

“Si no portas esa pulsera o no tienes la clave, los mismos narcotraficantes te secuestran y te desaparecen”, aseguró Horacio, que no quiso confirmar el cartel que lo movió.

La noche de un lunes en Reynosa, ya en el estado de Tamaulipas en la frontera con EEUU, fue la última vez que Horacio vio a su padre y a su hermano menor. Ambos fueron los primeros en cruzar el río Bravo.

Dos días después, tras obtener “luz verde” del jefe de la banda local y esquivar la cámara de un dron vigilante, Horacio, su madre y su hermana pequeña flotaban sobre una balsa en las aguas verdosas del mismo río.

“Cuando cruzamos y llegó un agente del ‘sheriff’ pensé que aquí se terminó esto, pero no sabía que se venía otra parte más difícil para mí y mi familia”, se lamentó.

Separado de su familia, Horacio entró en una prisión de EEUU.

El resto de la familia quedó en libertad “bajo palabra” y sabrá dentro de un año si reciben el asilo.

Horacio, por ser mayor de edad, no recibió ese beneficio y aceptó ser deportado a El Salvador, un mes y medio después de haber escapado de las “maras”.

“Yo podía estar ahí encerrado meses y meses sin ganar nada, y me regresé sabiendo el riesgo que me esperaba aquí. Es difícil estar solo, sin mi familia”, dijo Horacio, que tiene la esperanza de que su familia sea asilada y de que el juez lo incluya.

El juez conocerá su historia y sabrá que el padre de Horacio recibió amenazas de una pandilla en San Salvador, donde tenía un comercio familiar.

“Lo amenazaron que si no daba el dinero nos iban a matar a todos”, pero “lo dejamos (pasar), confiando en Dios que no nos iba a ocurrir nada”, rememoró el muchacho.

La situación se agravó días después, cuando Horacio predicaba “la palabra de Dios” en la calle a otros jóvenes cerca de su casa, en otra zona controlada por las pandillas, y un grupo de “mareros” (pandilleros) lo abordó.

“Tenés que ingresar a la pandilla, si no ya no te queremos ver aquí”, le dijeron, advertencia inicial que después cambió a “si no, te vamos a matar a vos y a tu familia”.

Por la “corrupción” en la Policía y Fiscalía salvadoreñas decidieron no denunciar -conocían otros casos en los que las víctimas terminaron asesinadas “como castigo por chivatos”- y emprender su huida hacia EEUU.

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