Agujeros negros: cómo el destello de intuición de un científico demostró su existencia
El físico teórico Roger Penrose tuvo un momento de inspiración que cambió nuestra visión del Universo
Un frío día de septiembre de 1964, Roger Penrose recibió la visita de un viejo amigo, el cosmólogo británico Ivor Robinson había llegado desde Dallas, donde vivía y trabajaba.
Siempre que se encontraban, nunca les faltaba la conversación, y su charla en esta ocasión fue ininterrumpida y amplia.
Mientras caminaban cerca de la oficina de Penrose en el Birkbeck College de Londres, se detuvieron brevemente en la acera, esperando a que el tráfico les permitiera cruzar.
Esa parada momentánea de su paseo coincidió con una pausa en la conversación y se quedaron en silencio al atravesar la calle.
En ese momento, la mente de Penrose divagó.
Viajó 2,500 millones de años luz a través del vacío del espacio exterior hasta la masa hirviente de un quásar giratorio.
Se imaginó cómo el colapso gravitacional se estaba apoderando de ella, atrayendo una galaxia entera más profundamente y cada vez más cerca del centro.
Como una patinadora artística girando al tiempo que acerca los brazos al cuerpo, la masa giraba más y más rápidamente a medida que se contraía.
Este breve ejercicio mental lo condujo a una revelación, una que 56 años después le valdría el Premio Nobel de Física.
Como muchos relativistas -físicos teóricos que trabajan para probar, explorar y ampliar la teoría de la relatividad general de Albert Einstein-, Penrose había pasado la década de los 60 estudiando una contradicción extraña, pero particularmente complicada, conocida como “el problema de la singularidad”.
Einstein publicó su teoría de la relatividad en 1915, revolucionando la comprensión de los científicos sobre el espacio, el tiempo, la gravedad, la materia y la energía.
En la década de 1950, la teoría de Einstein tuvo un gran éxito, pero muchas de sus predicciones todavía se consideraban improbables e imposibles de comprobar.
Sus ecuaciones mostraban, por ejemplo, que era teóricamente posible que el colapso gravitacional forzara suficiente materia a una región lo suficientemente pequeña como para que se volviera infinitamente densa, formando una “singularidad” de la que ni siquiera la luz podría escapar.
¿Se pueden ver?
Este fenómeno paso a conocerse como los agujeros negros.
Pero dentro de tales singularidades, ya no serían aplicables las leyes conocidas de la física, incluida la propia teoría de la relatividad de Einstein que la predijo.
Las singularidades fascinaban a los relativistas matemáticos por esta misma razón.
La mayoría de los físicos, sin embargo, estaban de acuerdo en que nuestro universo era demasiado ordenado para contener esas regiones.
- ¿Puede existir vida alrededor de un agujero negro?
- Qué es la singularidad, el corazón de los agujeros negros donde se rompen todas las leyes conocidas de la naturaleza
E incluso si existieran singularidades, no habría forma de observarlas.
“Hubo un gran escepticismo durante mucho tiempo”, dice Penrose.
Llega la radioastronomía
“La gente esperaba que hubiera un rebote: que un objeto colapsara y girara de alguna manera complicada, y volviera a salir”.
A fines de la década de 1950, las observaciones del emergente campo de la radioastronomía provocaron confusión en estas ideas.
Los radioastrónomos detectaron nuevos objetos cósmicos que parecían ser muy brillantes, muy distantes y muy pequeños.
El primer nombre que recibieron fue el de “objetos cuasi-estelares” y poco a poco se fue abreviando hasta ser conocidos como “quásares”.
Estos objetos parecían exhibir demasiada energía en un espacio demasiado pequeño.
Aunque parecía imposible, cada nueva observación apuntaba hacia la idea de que los cuásares eran galaxias antiguas en proceso de colapsar en singularidades.
Los científicos se vieron obligados a preguntarse si las singularidades eran tan improbables como todos pensaban.
¿Fue esta predicción de la relatividad de Einstein algo más que una fantasía matemática?
En Austin, Princeton y Moscú, en Cambridge y Oxford, en Sudáfrica, Nueva Zelanda, India y otros lugares, cosmólogos, astrónomos y matemáticos se lanzaron a buscar una teoría definitiva que pudiera explicar la naturaleza de los quásares.
La mayoría de los científicos abordaron el desafío tratando de identificar cuáles eras las circunstancias altamente especiales bajo las cuales podría formarse una singularidad.
Penrose, entonces profesor del Birkbeck College de Londres, adoptó un enfoque diferente.
Su instinto natural siempre había sido el de buscar soluciones generales, principios subyacentes y estructuras matemáticas esenciales.
Pasó muchas horas en Birkbeck, trabajando en un gran pizarrón cubierto de curvas y giros de diagramas de su propio diseño.
La solución del equipo ruso
En 1963, un equipo de teóricos rusos dirigido por Isaac Khalatnikov publicó un aclamado artículo que confirmaba lo que la mayoría de los científicos todavía creían: las singularidades no eran parte de nuestro universo físico.
En el universo, dijeron, las nubes de polvo o las estrellas que colapsan se expandirán de nuevo mucho antes de que alcancen el punto de singularidad. Tenía que haber alguna otra explicación para los quásares.
Penrose se mostró escéptico.
“Tenía la fuerte sensación de que con los métodos que estaban usando, era poco probable que hubieran llegado a una conclusión firme al respecto”, dice.
“Me pareció que el problema necesitaba ser visto de una manera más general de lo que estaban haciendo. Tenían un enfoque algo limitado”.
Pero aunque rechazaba los argumentos, todavía no había desarrollar una solución general para el problema de la singularidad.
Hasta la visita de su amigo Ivor Robinson.
Aunque Robinson también estaba investigando el problema de la singularidad, la pareja no lo discutió durante su conversación ese día de otoño de 1964 en Londres.
Sin embargo, durante el breve silencio de ese caótico cruce de calles, Penrose se dio cuenta de que los rusos estaban equivocados.
Toda esa energía, movimiento y masa encogiéndose juntos crearía un calor tan intenso que la radiación estallaría en todas las longitudes de onda y en todas direcciones.
Cuanto más pequeño y rápido se volviera, más brillante se volvería.
Mapeó mentalmente sus dibujos de la pizarra y los bocetos diarios de ese objeto distante, buscando en su mente el punto en el que los rusos predijeron donde esta nube volvería a explotar.
No existía tal punto.
La revelación
En su mente, Penrose vio por fin cómo el colapso continuaría sin obstáculos.
Fuera del centro de densificación, el objeto brilla con más luz que todas las estrellas de nuestra galaxia.
Y en el fondo, la luz se dobla en ángulos dramáticos, el espacio-tiempo se deforma hasta que todas las direcciones convergen una sobre otra.
Llegaría un punto sin retorno.
La luz, el espacio y el tiempo se detendrían por completo: un agujero negro.
En ese momento, Penrose supo que una singularidad no requería circunstancias especiales.
En nuestro universo, las singularidades no eran imposibles, eran inevitables.
Cuando acabó de cruzar la calle, retomó su conversación con Robinson e inmediatamente se olvidó de lo que había estado pensando.
Se despidieron y Penrose volvió a las nubes de tiza y los montones de papeles de su oficina.
El resto de la tarde transcurrió con normalidad, excepto que Penrose se encontraba de un humor desmedido.
No podía entender por qué.
Comenzó a revisar su día, investigando qué podría estar impulsando su euforia.
Su mente regresó a ese momento de silencio al cruzar la calle.
Y todo volvió de nuevo. Había resuelto el problema de la singularidad.
Comenzó a escribir ecuaciones, probar, editar, reorganizar.
El argumento aún se le resistía, pero todo funcionó.
Un colapso gravitacional requería, en papel, solo algunas condiciones de energía muy generales y fáciles de cumplir, para caer en una densidad infinita.
Penrose supo en ese momento que tenía que haber miles de millones de singularidades esparcidas por el cosmos.
Era una idea que cambiaría nuestra comprensión del universo y daría forma a lo que sabemos hoy sobre él.
En dos meses, Penrose comenzó a dar charlas sobre el teorema.
A mediados de diciembre, presentó un artículo a la revista académica Physical Review Letters, que se publicó el 18 de enero de 1965, solo cuatro meses después de cruzar la calle con Ivor Robinson.
La respuesta no fue exactamente la que esperaba.
El Teorema de la Singularidad de Penrose fue debatido, refutado e impugnado.
El debate alcanzó su punto crítico en el Congreso Internacional sobre Relatividad General y Gravedad en Londres que tuvo lugar en Londres ese año.
“No fue muy amigable. Los rusos estaban bastante molestos y la gente se mostraba reacia a admitir que ellos se habían equivocado”, dice Penrose.
La conferencia terminó sin que se resolviera el debate.
Pero no mucho después, se supo que la publicación de los rusos tenía errores en sus cálculos: las matemáticas tenían fallas fatales y su tesis ya no era sostenible.
“Hubo un error en la forma en que lo estaban haciendo”, dice Penrose.
A finales de 1965, el Teorema de la Singularidad de Penrose estaba ganando terreno en todo el mundo.
Su especial destello de intuición se convirtió en una fuerza impulsora de la cosmología.
Había ido más allá de explicar qué era un quásar: había revelado una verdad importante sobre la realidad subyacente de nuestro Universo.
Cualquier modelo que se le ocurriera a la gente a partir de entonces tenía que contemplar las singularidades, lo que significaba incluir ciencia que va más allá de la relatividad.
Las singularidades también comenzaron a filtrarse en la conciencia pública, en parte gracias a que se las conoció de manera evocadora como “agujeros negros”, un término utilizado públicamente por primera vez por la periodista científica estadounidense Ann Ewing.
Stephen Hawking se basó en el Teorema de Penrose para cambiar las teorías sobre el origen del universo después de que ambos trabajaron juntos en singularidades.
Las singularidades se volvieron fundamentales para todas las teorías sobre la naturaleza, la historia y el futuro del Universo.
Los físicos experimentales identificaron otras singularidades, incluida la que se encuentra en el corazón del agujero negro hipermasivo que está en el centro de nuestra propia galaxia y que fue descubierta por Reinhard Genzel y Andrea Ghez, quienes compartieron el Premio Nobel de Física con Penrose este año.
El propio Penrose pasó a desarrollar una teoría alternativa a la del Big Bang conocida como Cosmología Cíclica Conformada, cuya evidencia podría provenir de las señales remanentes de los agujeros negros antiguos.
En 2013, la ingeniera e informática Katie Bouman dirigió un equipo de investigadores que desarrollaron un algoritmo que esperaban que permitiera fotografiar agujeros negros.
En abril de 2019, el telescopio Event Horizons utilizó ese algoritmo para capturar las primeras imágenes de un agujero negro, proporcionando una confirmación visual dramática de las que, en algún momento, habían sido las controvertidas teorías de Einstein y Penrose.
Aunque Penrose, que ahora tiene 89 años, se complace de haber sido galardonado con el más alto honor en física, el Premio Nobel, hay algo que le preocupa.
“Me siento raro. He estado tratando de adaptarme. Es muy halagador y un gran honor y lo aprecio mucho”, me dice unas horas después de recibir la noticia.
“Pero, por otro lado, estoy tratando de escribir tres artículos (científicos) diferentes al mismo tiempo, y esto hace que sea más difícil que antes”.
El teléfono, explica, no ha dejado de sonar con gente felicitándolo y periodistas pidiendo entrevistas.
Y todo ese clamor no lo deja concentrarse en sus últimas teorías.
*Patchen Barss es un periodista científico de Toronto que está escribiendo una biografía de Roger Penrose.