Padre de familia no se rinde: transforma su silla de ruedas en puesto ambulante de dulces
Su discapacidad no le impide trabajar y sacar adelante a su familia; hace de Los Callejones de Los Ángeles su centro de operaciones
Víctor Martínez es una verdadera inspiración: transformó su silla de ruedas en un puesto ambulante de venta de dulces que le permite ganarse la vida día a día en los populares Callejones de Los Ángeles.
“Yo trabajaba como soldador cuando llegué a este país. Desgraciadamente fui víctima de un crimen en el sur de Los Ángeles y quedé discapacitado”.
Junto con un grupo de compañeros de trabajo fue baleado en noviembre de 2011, cuando venían del trabajo en sus bicicletas. La agresión al parecer provino de un grupo de pandilleros.
“Yo fui el más dañado de todos. Me dieron cinco disparos. Un balazo me pegó en la cintura, y me dejó mis pies paralizados”.
A partir de esa tragedia, Víctor pasó un año sin trabajar, viviendo de los $1,000 mensuales que le daban por discapacidad en el trabajo.
“Pensé muchas veces en quitarme la vida”, dice.
Lo que lo salvó es que gracias al apoyo de CARECEN, una organización que aboga por los inmigrantes pudo obtener una Visa U, una visa que Estados Unidos entrega a las víctimas de crímenes que colaboran con la justicia. Con la Visa U consiguió la residencia permanente y traer a su esposa y a sus tres hijas que estaban en México.
Víctor nació en Pachuca, una ciudad del estado de Hidalgo en el centro de México hace 44 años. Vino a Los Ángeles en busca de una vida mejor para él y los suyos.
Cuando su familia pudo reunirse con él gracias a la visa U, comenzó la historia de Víctor como vendedor ambulante en silla de ruedas.
“Mi hija más chica, Arianne, que ahora tiene 16 años, quien yo digo que es mi ángel y mi patrona, me pedía que le comprara chocolates para vender, y me dijo que si la acompaña a venderlos, porque ella no podía ir sola”.
La venta de chocolates fue todo un éxito, se le agotaron en media hora.
“Mi hija me acompañó dos o tres días, y después me dijo que ahora me tocaba irme solo. Así fue el inicio de todo. Compré diferentes tipos de chocolates. Después la gente me pedía semillas y empecé a meter papitas hasta de Centroamérica y de México, productos de Estados Unidos, y los mismos clientes me fueron pidiendo otras cosas como galletas, mazapanes, gelatinas, gomitas. ¡Ya no quepo en la silla!”, dice.
Después de vender en su barrio, se fue a las tiendas de mayoristas y finalmente sin quererlo llegó a los populares Callejones, famosos en todo el mundo.
“Un día me subí al bus y me empecé a acercar a este lugar”.
Fue un guardia de seguridad quien le dio la oportunidad de meterse dentro del callejón en la última sección.
“No solo me dejó entrar a vender sino que además me dio una propina de $20. Le estoy muy agradecido. Ya tengo poco más de ocho años vendiendo en Los Callejones. Solo hay una persona, dueña de un tramo del edificio que cuando me acercó a ese espacio, no entró porque se me pone enfrente, y me dice que me va a sacar una orden de restricción”.
Pero a Víctor nada lo detiene, y ni un solo día a la semana descansa. Llega a las 9:30 de la mañana y se va a las 5:30 de la tarde cuando empiezan a cerrar las tiendas en Los Callejones.
La discapacidad no le impide conducir.
“Adapté mi carro para manejar con controles. Antes de venir a vender, llevó a mi hija más chica a la escuela. Y cuando mi hija mayor, que ahora tiene 25 años y es maestra, iba a la universidad a Cal State Long Beach, la llevaba todos los días”.
A Víctor le toma entre una hora, hora y media arreglar su silla de ruedas con todos sus dulces; y por la noche, es el mismo ritual.
“Termino como a las 8:30 de la noche. Procuro no molestar a mi esposa y a mis hijas; y hacer todo yo solo”.
Después de dejar a su hija en la escuela, deja su carro, y se sube en su silla de ruedas para abordar el transporte público que lo lleva a Los Callejones.
“Me tardo como 20 minutos en el camión. Vivo en el sur de Los Ángeles. Vengo sin los dulces. Un amigo aquí en el callejón, me da permiso de guardar mi mercancía en su local. Nunca me ha querido cobrar nada por dejarme guardar mis dulces en su establecimiento. Es muy generoso”.
Ni los días lluviosos lo detienen.
“¡Aquí traigo mi paraguas!”, dice Victor mostrando una amplia sombrilla escondida entre las bolsas de golosinas.
Y no niega que es todo un trabajo salir a la calle a vender en su silla de ruedas, pero agradece a Dios, tener una fuente de ingresos.
“Todo lo que quiero es que mis hijas se preparen. Ya tengo dos que terminaron la universidad. Son niñas muy inteligentes que han tenido beca, pero no es suficiente para los gastos; y ahí es donde he entrado a ayudarle. Mi segunda hija de 24 años se está preparando para ser médico forense”.
Pero aún con todas las ganas que le pone, Víctor no se escapa del escrutinio público.
“Mucha gente me juzga y me critica porque como ven que estoy bien de la parte de arriba de mi cuerpo y me veo una persona fuerte, me miran mal y me hacen malos comentarios. No se dan cuenta que mis pies no me sirven”.
Y le lanzan comentarios tales como: “¡pinche huevón! se la lleva ahí sentado. Por qué no trabajaa en otras cosas. Así de fácil se la lleva”.
Es en ese momento que los ojos de Víctor se enrojecen y las lágrimas se le agolpan.
“De repente, eso me duele”, dice limpiándose las lágrimas.
Pero esos comentarios no lo hace desistir de sus sueños: “Quisiera tener un día mi propio negocio establecido, una tienda de ropa para mujer. Tal vez lo pueda lograr con la ayuda de uno de mis yernos para hacer un negocio familiar”.
Mientras tanto, ve a su dulcería ambulante montada en su silla de ruedas como un pequeño negocio.
“Es demasiado trabajo. Aunque me ayudan a cargar la mercancía cuando voy a comprarla, yo descargo todo en mis piernas”.
Claro – dice – que a veces la gente le ayuda de todo corazón con un dólar, 50 centavos o hasta 20 dólares.
“Me ayudan más comprándome una golosina. Y me siento muy bien con mi pequeño negocio. Sería muy fácil sentarse y estirar la mano para pedir ayuda, pero yo quiero que mis hijas se sientan muy orgullosas de mí”.
Para eso le echa todas las ganas del mundo día tras día.
“No me voy a rendir. No quiero ser una molestia para mis hijas en el futuro. Quiero que salgan adelante, que tengan su propia carrera. Por eso, trato de darles lo mejor y una educación para que sepan que todo se puede ganar en la vida honradamente con mucho esfuerzo y sacrificio”.